26 de agosto de 2007

Primera noción de muerte

Una larga hilera de pequeñas luces avanzaba por la orilla de la playa, en medio de la oscuridad que precede al amanecer. Mi hermana mayor, a quien le habían encargado mi cuidado, me despertó para que miráramos el cortejo. Estábamos solos en la casa, porque nuestros padres y el resto de los hermanos venían acompañando a la difunta. Yo tenía apenas cinco años cuando murió la tía, y por aquel entonces no sabía lo que era morirse.

El sol lanzaba tímidamente sus primeros rayos, cuando la procesión comenzó a cruzar delante de nuestros ojos. Las luces que habíamos visto a los lejos, ahora eran diminutas llamas de velas, que temblaban dentro de artesanales faroles hechos de lata. Todo el pueblo vestido de negro pasó frente a nuestra casa. Y en medio del gentío, una lenta y ceremoniosa carreta tirada por dos bueyes, cargaba un humilde ataúd de madera sin trabajar.

-¿Qué llevan en esa carreta?- le pregunté muy bajito a mi hermana.

- En ese cajón llevan a la tía- me respondió, como si se tratara de un secreto.

Un escalofrío me sacudió la carne y los huesos. Escondí la cabeza en su regazo y a partir de ese momento sólo sentí el ruido del rito de la muerte. “Dios te salves”, salpicados de sollozos, cruzaban el aire, los que eran respondidos por un lastimero coro de “Ave Marías”. Aquella letanía macabra no me dejaría dormir tranquilo durante mucho tiempo. Una irracional e inevitable herencia había tomado posesión de mi alma de niño: el miedo a la muerte.

Ahora, cuando tengo la certeza de que moriré muy pronto, ya no temo a la muerte. Y no le temo, porque por fin he comprendido la razón del miedo. El niño que fui, pensaba que después de muerto seguiría viviendo.





12 de agosto de 2007

A esa hora incierta en que amanece

-¿Buenos días?- me pregunta, después de abrir lentamente los ojos y reconocerme.

- Tardes -le digo- ya es la tarde.

Moviendo sólo sus pupilas, como si tuviese el resto del cuerpo paralizado, observa la habitación con detenimiento.

- Si esto no es el purgatorio, debería ser un hospital…

Su comentario me saca una sonrisa, la que se borra en el instante en que sus ojos se detienen en mí. Me mira, pero sus ojos no me ven, o ven mucho más allá de donde yo puedo imaginar.

-Ya no duele- me dice…

Luego vino el silencio, un silencio que le cosió la boca desde entonces, la boca y el alma. Y ese “ya no duele” ya nunca dejaría de dolerme.