21 de septiembre de 2007

Los adverbios del tiempo

Después de un año con cuatro inviernos, existía alguna posibilidad de que a su patio regresara el sol. El Señor del Tiempo había dicho que tal vez. Y había agregado que nadie se merecía tanto invierno. Y él, cuya principal virtud (o defecto, más bien, debido a los tiempos que corren) era confiar, le creyó. Y así nada más, yo creo que por la irracionalidad de la esperanza, se dejó invadir por un entusiasmo desaforado y muy ajeno a él, que lo hacía parecer feliz. Ahora, con la perspectiva de los días y con los hechos consumados, lo veo claro, pero entonces sólo me pareció extraño y no sé por qué no intuí lo que de verdad le estaba ocurriendo.

Fue el día en que el Señor del Tiempo había dicho que tal vez, cuando me llamó porque necesitaba mi ayuda. Eso ya debió parecerme sospechoso, pues él nunca pedía ayuda. Sin embargo, seguramente yo también estaba bajo la influencia de tanto invierno y por eso todo me pareció normal. Por razones que no viene al caso detallar, relacionadas con la vida en la ciudad, tardé casi una semana en acudir a su llamado. Eso sí, no sin antes avisarle que iría en cuanto pudiera. Me dijo que no me preocupara, que mientras tanto él aprovecharía de escribirle a una amiga del otro lado del mundo (de la parte del mundo en que había sol, mucho sol) para contarle que el invierno se marcharía pronto, y así ella ya no tendría que esforzarse por imaginar el frío que cubría la ciudad. Esa parte no la entendí muy bien, pero no le di importancia. Además, como ya dije, él parecía feliz.

Cuando aquel domingo por la mañana por fin fui a su casa, el tal vez del Señor del Tiempo volvía a ser una ilusión (casi un nunca). El frío que cubría la ciudad, y que la amiga desconocida no conseguía imaginar, lejos de marcharse se hacía notar inmisericorde. Por eso, la primera sorpresa la tuve cuando me abrió la puerta completamente desnudo. No alcancé a rèponerme de mi asombro, porque cogió fuerte, pero alegremente mi brazo y me dijo que lo acompañara. Cruzamos toda la casa hasta el patio. Ahí me pidió que lo ayudara, ni siquiera le pregunté en qué, no entendía nada. No recuerdo cuanto tiempo estuve observando su frenética y absurda actividad, sin poder reaccionar. Sobre los alambres de tender ropa, colgaba prendas invisibles. Me mordí los nudillos para no llorar. Mientras, él seguía en su demencial tarea, contándome que tanto invierno las había dejado empapadas, pero que ahora el sol las secaría, o, por lo menos, las deshumedecería… entonces, podría volver a escribir.

Me saqué mi abrigo y caminé hasta él, sin preocuparme ya por contener el llanto. Cubrí su cuerpo amoratado y lo abracé con fuerza. Él insistía en que lo ayudara, que el sol no tardaría en venir, que ya estilaban… que el agua comenzaba a huir de ellas. Comprendí, en ese momento, por qué la cordura lo había abandonado... Entonces, con mucho cuidado, hice lo que me pedía, y con una pinza, también invisible, entre sustantivos y verbos mojados, colgué el tal vez que él tanto esperaba.