29 de diciembre de 2007

Noche de Fin de Año en el Babel

-Tal vez no sea tiempo, todavía, de decir que hubo una vez un tiempo mejor- le digo, sin preocuparme de las redundancias de mi improvisado discurso.

A medida que hablo, intento adivinar lo que pasa por sus ojos mientras llora. Algo me dice que su llanto no se debe sólo a la borrachera. Llora silenciosamente, sin aspavientos, con ese llanto que fluye una noche de cansancio cualquiera, cuando al poner la cabeza en la almohada se te llenan de calladas lágrimas las orejas. Y no entiendes la razón del llanto, porque ya no sabes qué pena te está pasando la cuenta.

-No hay otro tiempo posible- me responde.

El barman nos mira y se ríe, mientras llena por quinta (¿o sexta?) vez nuestras copas, con las que volvemos a brindar, haciéndolas chocar torpemente. Entre sorbo y sorbo, analizo sus últimas palabras y pienso en que, quizás, la razón de su tristeza sea que se va a morir… “No hay otro tiempo posible”, fue lo que dijo. Sin embargo, no me atrevo a planteárselo, al menos no todavía. Y encamino mis palabras por el lado de que la tristeza se apodera de los seres solitarios, como él y como yo, en fechas como las que todos se encuentran celebrando, y que, muy por el contrario, nosotros padecemos. Trato de que mis palabras parezcan un chiste, y para reafirmarlo, lanzo una sonora carcajada, la que no suena falsa, porque, después de todo, no lo es, pues los borrachos nos reímos siempre de verdad.

-Y lloramos de corazón… siempre- agrega, como si adivinara mis pensamientos.

Pero, así de ebrio como estoy, ni la telepatía me sorprende. Y así, entre trago y trago y palabras cada vez más mal pronunciadas, me sigo esforzando por comprender la razón del llanto del extraño que la casualidad sentó a mi lado esta última noche del año. Cuando mi borracho discurso comienza a emprenderlas por los derroteros de la muerte, el barman se me acerca intrigado y me hace una pregunta que no acabo de entender.

-¿Se va a morir el croata este?

-¿Croata? ¿Qué croata?- le digo.

-Él pues- me responde, con un aire de desconcierto, tocándole el hombro a mi compañero de borrachera. –Como han estado hablando toda la noche cada uno en su idioma, pensé que ustedes se entendían…

Y así, borracho como estoy, en un instante de ebria lucidez, y sin afán de presumir, le digo:

-La tristeza, mi amigo, habla todos los idiomas
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19 de diciembre de 2007

La esperanza y un par de zapatos
Para Valentín, mi Pequeño Valiente, y su madre, mi hermana,
quien me contó de los zapatos de esta historia




No sé por qué razón, mi hermana mayor se empeñaba en creer en el Viejito Pascuero. Aunque éste nunca había dejado ningún juguete como prueba de su existencia, cada víspera de navidad ella colocaba sus zapatos delante de la puerta de la casa, con la esperanza de que al día siguiente encontraría sobre ellos una muñeca de pelo rubio y ojos azules que se abrían y cerraban bajo unas largas pestañas.

Cada 25 de diciembre, mi hermana salía de la cama muy temprano y corría ansiosa hacia la puerta, y como siempre, lo único que encontraba era un zapato, haciéndole compañía al otro. Y como siempre, a la decepción de no encontrar lo esperado, seguía la conformidad. Mi hermana terminaba justificando al Viejo Pascuero: que el Polo Norte estaba muy lejos o, simplemente, los regalos no le habían alcanzado. El próximo año seguro pasaría por el pueblo y se detendría ante nuestra puerta...

La navidad en que mi hermana tenía trece años no dejó sus zapatos afuera. Pensé, entonces, que le había llegado la hora de no creer más. Pero estaba equivocado. Descubrí mi error la navidad pasada, cuando viajé al pueblo para pasar las fiestas de fin de año en familia, y, sobre todo, para verla a ella, porque dentro de poco iba a tener un hijo. Esa nochebuena, mientras hablaba con ella, puse mi mano en su vientre inflado para sentir alguna patada de mi sobrino y, por casualidad, o tal vez no, le pregunté si también dejaría los zapatos de Valentín en la puerta para que Papá Noel le dejará los regalos, o le enseñaría desde pequeñito que el Viejito Pascuero no existía. “¿Quién te contó que no existe?”, me dijo. Yo sonreí, pensando que bromeaba...

Si mi hermana no volvió a dejar sus zapatos a la intemperie, no fue porque haya dejado de creer, sino porque aquel día comprendió que el Viejo Pascuero, en todos esos años nunca había dejado de pasar. Esa nochebuena, una lluvia abundante cayó sobre el pueblo... Mi hermana, al levantarse aquella mañana encontró sus zapatos, sus únicos zapatos, llenos de agua. Entonces supo lo que valía tener un par de zapatos... secos.