27 de julio de 2008

Fado

Llovía…

Cogió la Rua Rodrigo da Fonseca y comenzó a caminar en dirección al río. Sin embargo, pronto se dejó llevar por el encanto de diversas y estrechas calles que la desviaron de la ruta trazada en su mapa turístico. A medida que se perdía en el corazón de barrios descascarados, iba descubriendo rincones con antiguos balcones de fierro, y ventanas con maceteros de geranios maltrechos pero alegres. Su curiosidad y su hábito de viajera consumada, la llevaron por infinitos recovecos, donde la ropa tendida bajo la lluvia lloraba, tal vez, las penas de dueños pobres. Frente a una de estas casas se detuvo un largo rato. Contemplaba, sin darse cuenta, pequeñas prendas de ropa, y, sin darse cuenta también, lloraba, como la ropa, por la herida. Estaba en eso cuando sintió, a lo lejos primero, una voz que la interpelaba en una lengua extraña. Luego reaccionó y vio a un joven, que desde debajo de un paraguas verde como el de ella, le preguntaba algo en portugués. Sí, dijo ella, sin entender nada, y secándose las lágrimas con el dorso de la mano, agregó… estoy perdida.

La lluvia siguió cantando fados todo el día.


18 de julio de 2008

Escalofrío

Hago fila para comprar el pan en el supermercado del barrio. Detrás de mí, dos mujeres conversan.

-Pobre hombre, no tenía casa, no tenía hijos…
-No tenía nada.

Por un helado segundo pensé que hablaban de mí.



8 de julio de 2008

Diez trenes más

¿En qué momento la vida se me fue de las manos? ¿Cuándo fue que no quise levantarme más? ¿Cómo fue que llegué a este estado tan parecido a una catástrofe?

Duermo en camas deshechas… ¿Alguien puede limpiar mi casa? ¿Alguien puede pasarle un trapito mojado a mi alma? Mi cuerpo vaga por el laberinto de los días… Mi corazón agoniza en el velador… Ay… Un ay mudo se esconde entre mis costillas. Ay… y se confunde con los pensamientos, con los latidos sin ganas de un corazón a punto de jubilar… Mi corazón dará migas de pan a las palomas en una plaza fantasma, allá muy dentro de mí…

Me lanzó todas esas tonteras como si fuese una oración desquiciada. Y yo lo escuchaba, sin saber qué decir, mientras agarraba fuertemente su brazo. Igual me habría gustado tener alguna palabra de consuelo… decirle lo típico, que todo va a estar bien. No sé, esas cosas que se les dice a los desesperados, pero que en esos momentos me parecen tan sin sentido. Así que callé y no encontré nada mejor que decirle que contara diez trenes más, y si seguía pensando lo mismo, que yo creía que hacía bien en tirarse…

Yo pienso que la gente triste, al punto de la enajenación, que vive solo para su tristeza, hace bien en matarse. Soy partidario de todas las muertes deseadas: de las autoinferidas, de las eutanasias, de los crímenes mutuos…

Lo llevé tras la línea amarilla, que en las estaciones del metro está pintada como un límite real entre la vida y la muerte, pero que es imaginaria en todos los otros territorios de la existencia. Él ya había traspasado todas las otras líneas amarillas de su vida. Esto lo supe a largo de las largas horas que siguieron al instante en que, por instinto, cogí su brazo…

Sentados, como dos amigos, en un andén que se vaciaba y llenaba de gente cada cinco minutos, me contó que vivía solo, que estaba solo, que comía solo, que bebía solo, que lloraba solo… que era solo… y más. Así, tal cual. Su desordenado discurso era lo más coherente en él, escuchar esa retahíla de palabras que salía de su boca como si fuesen sus babas, era lo único que tenía sentido en su vida. Sin embargo, yo lo comprendía.

Luego, sentado junto a él en las escaleras, supe, entre multitudes intermitentes, que llevaba años calcando los días, las horas, los minutos. Interpreté sus palabras como la rutina cotidiana, que no era muy distinta a la mía y a la de tantos otros. Pero claro, a él le importaba y a mí me daba lo mismo, o si me importaba no me daba cuenta. Mis sábados son todos iguales -me dijo- a mis domingos. Pero cresta, pensé, son suyos… yo nunca le había puesto el posesivo a los días de la semana… todos eran ajenos. No habló de sus lunes ni de sus martes ni del resto de sus días hábiles, y yo no quise preguntarle, pues supuse que serían peores, o más aún, que no existían. A lo mejor él sólo existía los fines de semana… un poco.

Apoyados en la baranda, mirábamos los trenes de su destino. Ya habían pasado mucho más de diez. Ascendíamos como si viniésemos del purgatorio… y pensé en el infierno del Dante, que lugar común y todo, me pareció macabramente real. Ahí continuó su historia. A veces, era una historia muda, porque el ruido de los trenes no me dejaba oír, y solo veía el movimiento de su boca. Pero que más daba que lo escuchara o no. Lo importante era que él hablara y que tuviera un interlocutor de carne y hueso. Escuché nombres propios, frases sueltas, y verbos conjugados en pasado. Su rostro no mostraba emociones, sus palabras tampoco. Era como un actor memorizando textos en un teatro vacío.

No era feo…

En el último círculo concéntrico de nuestro ascenso, en un café cercano a la estación, donde lo invité, me habló de amor, de “no amor” más bien. Me habló de bocas que no había besado. Y sí, él hablaba así… bien poco cotidiano, con comas mal puestas, y muchos puntos seguidos que parecían apartes. En un momento me preguntó a qué sabían los besos que no se daban. Pensé que era una pregunta al viento, o retórica que le dicen, pero me interpeló directamente, repitiéndola… Y yo pensé: “A nada…”. Fue lo más lógico y rápido que se me vino a la cabeza. Pero me escuché diciendo: “A ausencia”… Cresta, me dije, me estoy contagiando con este loco. Y él como que se conformó con mi respuesta, porque continuó su discurso por los mismos derroteros del desamor y los besos no dados. Quise preguntarle si acaso nunca había besado, pero preferí no darle cuerda. Me dijo que no dormía, y yo le creí, pues tenía unas ojeras azulosas que se marcaban más aún, por lo pálido de su piel… -Para no soñar- prosiguió, y eso, no sé por qué, me pareció lo más fuerte de todo aquello que le había oído. Intenté recordar algún sueño mío para contárselo, pero no hubo caso, tampoco me daba como para inventar uno, siempre he sido malo para imaginar.

Pedí otros dos cafés. Era extraño, pero se bebía su café con un vago entusiasmo, como saboreando un último deseo, y bien dulce. Eso también me pareció extraño. Yo siempre lo he tomado sin azúcar.

Se hacía cada vez más noche. Pronto cerrarían el café… le pregunté qué haría, y por primera vez su rostro mostró algo parecido a una sonrisa. Ahora pienso que tal vez haya sido una mueca de incertidumbre. Le dije que yo debía marcharme, lo que era cierto, pero la verdad no llegaría tarde a parte alguna, y tampoco nadie me esperaba en ninguna otra. Caminamos en silencio hasta la boca del metro. Él me había dicho que tomaría el último tren. Yo decidí no acompañarlo e irme en micro. Me dio la mano sin decir nada y mientras se perdía escaleras abajo, pensé: “Si ahora se mata, no armará tanto escándalo”. Y no lo pensé fríamente, por los trastornos que causan los suicidas en las rutinas de los demás pasajeros del metro, sino por él, para que su espectáculo no tuviera tantos espectadores. Él, ¿cómo se llamaría él? Nunca sabría su nombre ¿Importaba? Tampoco le había dicho el mío.

¿En qué momento la vida se me fue de las manos? ¿Cuándo fue que no quise levantarme más? ¿Cómo fue que llegué a este estado tan parecido a una catástrofe?

Pienso todo eso, y espero que un desconocido se me acerqué y me diga que todo va a estar bien… que me diga que cuente diez trenes más…






7 de julio de 2008

Verdades como hielo

Era de madrugada... una luz mezquina se colaba por la persiana, dibujando sombras geométricas en las paredes del dormitorio. No podía ver sus ojos... me tardé un silencio largo en responder, no era nada fácil.

-Sí- le dije.

Y ese ´"sí", que seguramente ella no quería oír, fue el principio del final.