28 de agosto de 2008

Porque este es mi cuerpo
Fotografía, Francisco Valdés

Había llegado un poco vivo.

Cuando el aparato encargado de enviar señales de vida se hizo línea continua, tal como él lo había pedido -expresa y tajantemente- comenzó el despojo. Y así, en una desesperada carrera de relevos, los riñones arrancados pasaron de mano en mano hasta llegar a las cuencas enfermas de otros cuerpos. Lo mismo ocurrió con el resto de los órganos: hígado, páncreas, pulmones, córneas, huesos, válvulas insospechadas.

Todo lo donable había sido donado. Todo, menos -expresa y tajantemente- el corazón.

El corazón no, había dicho… el corazón, que se pudra.




A pesar del sol
(o el difícil arte de limpiar la casa)

Es jueves. Mediodía…
Me he levantado tarde. Muy tarde
El sol se pierde allá, afuera
sin tocarme
Aquí, adentro
el silencio gana todas las batallas

Debería hacer algo…

Limpiar, tal vez. Despejar la cocina...

bañar los platos
espantar el polvo

Ordenar la vida de este lado
la que no se escribe con palabras…

(la que se esconde tras los platos sucios
y el polvo acumulado).


15 de agosto de 2008

"Esto es un asalto"

Era poco antes de la medianoche. Lo recuerdo bien, porque a esa hora yo entregaba el turno. Él llevaba un rato en la esquina y se paseaba nervioso. Primero pensé que esperaba a alguien, pero como pasó mucho tiempo y ni siquiera miraba la hora, empecé a sospechar. Entonces fui yo la que me puse nerviosa, porque además debía hacer caja y, aunque siempre hay un guardia en el local, si te quieren asaltar, los delincuentes siempre se las arreglan.

Serían poco más de las once cuando llegué a la esquina donde está el minimarket. Hacía más frío que la cresta, así que pa’ calentar el cuerpo comencé a pasearme de un lado a otro. Y bueno, también pa’ calmar un poco los nervios, porque nunca había hecho una cosa así. La primera vez, ya se sabe, es la más difícil. “Pobreza obliga”, pensé para mis adentros, dándome ánimo, porque tampoco estaba tan convencido de querer hacerlo.

El tipo, de tanto en tanto, echaba una ojeada hacía adentro, y seguía con la mirada a los clientes que entraban y salían. No debe haber sido mayor que yo. De apariencia no se veía tan mal, vestía como un joven cualquiera, jeans y zapatillas, era flaco y no muy alto. Y tenía frío, porque no iba muy abrigado para ser invierno, sólo llevaba una chaqueta de mezclilla, una bufanda y una gorra con visera. Su cara, a esa distancia no la podía ver bien, pero era blanco, casi pálido. A lo mejor era por el frío. Yo me fijé bien en todo, mientras atendía a los clientes, por si más tarde me tocaba describírselo a los a los carabineros.

Y mientras me decidía, miraba a los clientes que entraban y salían, esperando el momento que no hubiera nadie. La vendedora parece que algo sospechó, porque me miraba intentando disimular. Era una mujer joven, como de mi edad. No era nada de fea, aunque a esa distancia no la distinguía muy bien. El uniforme, eso sí, no la favorecía: un delantal blanco y un gorro, también blanco, que le escondía el pelo. En un momento se cruzaron nuestras miradas y casi me arrepentí… caminé hasta perderme de vista, pero regresé a la esquina.

Por un momento se cruzaron nuestras miradas y yo me quedé helada, miré hacia otro lado y cuando volví a mirar, él había desaparecido. Justo en ese momento el local se quedó vacío y llamé al guardia, pero para mi mala suerte había ido al baño sin avisarme.

Le pregunté la hora a un hombre que pasaba. Faltaba un cuarto para las doce. Es ahora o nunca, pensé. Y, armándome de un valor que no tenía, me decidí a entrar.

Pero volvió a aparecer. Vi que le preguntaba la hora a alguien y comenzó a caminar hacia el minimarket. Llamé al guardia, aparentando tranquilidad, pero éste no apareció. Él ya estaba entrando…

Respiré hondo y a dos pasos de la entrada las puertas se abrieron mágicamente. Caminé hacia la vendedora aparentando seguridad, con una mano en el bolsillo de la chaqueta y la otra en la espalda, para sacar la pistola del pantalón. Ella me miró resignada…

Caminó hacia mí y no me pareció un asaltante, aunque supe que venía a eso. Su rostro pálido y un incierto temor en sus ojos me tranquilizaron. Puso un papel arrugado en el mesón, escrito con lápiz pasta: “Esto es un asalto tengo una pistola…”

Puse el papel sobre el mesón y mientras ella lo leía se iba poniendo pálida. Después me miró extrañada, pero, con calma, hizo lo que decía la nota.

Terminé de leer el papel y lo miré, no sé si desconcertada o con tristeza, y tranquilamente coloqué en una bolsa lo que me pedía: “un sandwish de cualquier cosa, una coca cola y cigarros”. De todo puse dos cosas. Le entregué la bolsa… y cuando ya se marchaba lo llamé…

Me entregó la bolsa y, cuando me daba la vuelta para irme, sentí que me decía: “Espera…”. Y me pasó un chocolate, la barra más grande de uno de esos con almendras…

“Esto va por mi cuenta”, le dije. Entonces, él me miró a los ojos unos segundos y por primera y única vez escuché su voz (su temblorosa voz). Después salió huyendo…

“Gracias”, le dije. Y creí ver en sus ojos ese brillito previo al llanto. Y salí huyendo.



1 de agosto de 2008

Parece que nos estamos muriendo

-Parece que nos estamos muriendo, hermanito- escuchó que le decía el hombre que estaba tendido a su lado.

Sintió que el sol desaparecía y abrió los ojos lentamente. Y era verdad, el sol les había dado una tregua, escondiéndose detrás de un cielo desteñido. Trató de recordar los días que habían pasado desde la partida… una semana tal vez. Sin embargo, el viaje había comenzado mucho antes, en el momento de su nacimiento, o antes incluso, porque su madre ya lo llevaba en el vientre cuando tuvo que huir de su país.

-Eso, desde que nos parieron, amigo- le respondió como para tranquilizarlo.

Pero era cierto, eso pensaba, que había quienes nacían para comenzar a vivir, y que otros, en cambio, como él y todos los que yacían a su lado, nacían y empezaban a morir.

El viento de lo alto alargaba y deformaba las nubes. En la aldea -aquella aldea que había aparecido de la nada, y que era poco más que eso- las nubes habían desaparecido hacía unos cuantos años. Por este motivo pensó que el cielo nublado que ahora lo cubría era un buen presagio, que a optimista no se la ganaba nadie. Había sido también ese optimismo, y las ganas de no seguir muriendo la razón que lo había impulsado a realizar el gran viaje.

-Te imaginas si lloviera- volvió a hablarle el hombre del costado.

La última vez que llovió en la aldea había sido una fiesta. El agua caía como maná, como arroz, como pan. Recordó a sus hermanos pequeños danzando junto a los otros niños. Pero, por sobre todo, recordó a su madre; el rostro de su madre mirando hacia el cielo, (como miraba él ese cielo ahora, aunque no quisiera) con los ojos entrecerrados, los brazos en cruz y el agua rebotando en las palmas de sus manos y resbalando por su cara y su vestido; su madre, estática, como una estatua agradecida…

Imaginaba, claro que imaginaba. Si lloviera…

Apenas fue consciente, y eso ocurrió muy temprano, supo que debía marcharse. Desde aquel momento vivió sólo para ese viaje. Fueron años de trabajo para comprar un incierto billete, para un futuro que el creía cierto. Y, cuando al fin llegó el día de partir, no lo dudó, poco tenía que perder, y comenzó la travesía en la que debía cruzar más de un desierto.

El viento arrastró las nubes lejos de ahí, y sobre la piel quemada de los hombres, el sol volvió a arder.

-Parece que no lo lograremos, hermanito- le dijo, con una voz apenas audible, su compañero.


La víspera de la partida, su madre lo había abrazado largamente. Ninguno de los dos lloró, que también la sequía había llegado a los ojos.

-Prometí a mi madre que lo iba a lograr, y que regresaría a la aldea después…

Intentó adivinar cuánto tiempo habría pasado desde la partida…dos semanas tal vez. Su compañero hablaba cada vez menos, y cuando lo hacía, más bien deliraba.

-Resista, hermanito, que parece que queda poco- le dijo él- ¿qué no oye cómo cantan los pájaros? Pero el hermanito no le respondía.

Otra noche caía sobre ellos. La embarcación comenzó a moverse más de lo habitual y un viento fresco, como una bendición, se coló por entre los cuerpos amontonados. Y así, algo más aliviado consiguió, después de muchas horas, dormir un poco. Y soñó. Y en su sueño volvía a llover en la aldea. Llovía como nunca había llovido. Y en su sueño vio a su madre como aquella vez, con los brazos abiertos, recibiendo la lluvia, el arroz, el pan. Porque era eso lo que llovía en su sueño, mucho pan, mucho arroz. Y los niños de la aldea, en su sueño, bailaban salpicando infinitos granos de arroz. Y su madre, en el sueño, le decía que regresara, que ahora no hacía falta que se marchara… ¿acaso no ves, hijito, como llueve arroz sobre nosotros? Y estrellas, madre, mire cuántas estrellas caen sobre mis ojos, madre.

Se despertó sobresaltado. Pensó que seguía soñando. Cientos de destellos luminosos no le dejaban ver con claridad lo que ocurría. Se incorporó con dificultad, apoyándose en su compañero y en la baranda de la embarcación, mientras una voz fuerte y extraña, que salía de un megáfono, lo conminaba no sabía a qué.

Fue entonces que lo vi. (Dios mío, si todavía era un niño). Mientras con una mano se cubría el rostro para protegerse de los flashes, con la otra se afirmaba del cayuco para no caerse. Luego, volvió a agacharse, y cuando comenzó a sacudir el cuerpo muerto de uno de sus compañeros, vi, dibujado en su rostro, todo el miedo que la humanidad es capaz de infundir. Entonces, bajé mi cámara, me metí al agua y caminé los pocos metros que me separaban del cayuco. Los flashes seguían disparando, inescrupulosamente, su carga noticiosa. Él, arrodillado al lado de su compañero, le hablaba como si estuviese vivo, en una lengua que ninguno de los que estábamos allí habría podido identificar, porque era la lengua de los pueblos olvidados de África. Alargué instintivamente mi mano y toqué su hombro. Él me miró, y ya no era miedo lo que había en sus ojos, sino desconcierto.

-Bienvenido a Europa, hermanito- le dije, sin poder parar de llorar.