27 de septiembre de 2008

Ciberparaíso
...
Apoyada en la baranda, Eva cuenta los trenes que pasan. No es la única que espera, pero sí la que lleva más tiempo en la estación. Nerviosa, piensa que es absurdo haber acudido a esa cita. Se habían conocido en el más marginal de los paraísos. Él se llamaba Adán y naufragaba; ella había recogido la botella con su mensaje...

Poco a poco, la estación se fue quedando vacía. Un guardia se le acerca para decirle que es hora de cerrar. Eva lo mira, y sin decir nada, se marcha. Afuera, ya es de noche y hace frío. Los últimos transeúntes caminan de prisa y encogidos. De pronto, Eva reconoce su gorda imagen en los vidrios de un escaparate. Entonces, tiene la certeza de que Adán sí acudió a la cita...


22 de septiembre de 2008

Mejor así

-Tú y yo podríamos enamorarnos.

Dijo esto mientras terminaba de vestirse frente al espejo del armario. Sin embargo, cuando vio que la imagen de la mujer -recostada y desnuda allá en el fondo del espejo- comenzaba a sonreír, con la misma tranquilidad con la que se anudaba la corbata, agregó:

-Pero para qué vamos a complicar las cosas.


12 de septiembre de 2008

No duermas tanto

No duermas tanto, me dice, que te puedes acostumbrar a morir. La miro extrañado, pues creo que la frasecita es un tanto densa para motivarte a salir de la cama. Sin embargo, le hago caso; me incorporo con dificultad y siento el frío del piso en mis pies, que se encogen como gusanos asustados. Ella me toma del mentón y me obliga a mirarla y me pregunta: “¿Me quieres…?”. Cuando recién me despierto, la voz me sale como de ultratumba, así que por no hablar y por no encontrar una mejor respuesta, sólo sonrío tontamente.

Camino los trece pasos que hay desde mi cama al baño. Sin mirarme al espejo, me lavo la cara con una inusitada energía, para ver si el agua fría, o la rabia, consigue despertarme. Alzo el rostro y miro detenidamente mi reflejo… las gotas resbalan indiferentes piel abajo. Sigo siendo el mismo de ayer, y de antes de ayer… Ella también observa mi imagen en el espejo, y me sonríe, no sé si por condescendencia o porque todavía espera una respuesta, que ni puta gana tengo de darle.

Me sigue al dormitorio, y me mira vestirme con la misma ropa de hace varios días, pero no dice nada. Es más, ella misma recoge del suelo los calcetines, los desovilla y me los alcanza. Cuando me siento en la cama para ponérmelos, una mano fría se desliza por mi espalda aún desnuda, y me hace estremecer. Vuelve a coger mi cabeza para que la mire y me dice: “¿Te gusta…?”. Esta vez ni siquiera sonrío tontamente, sólo termino de vestirme y voy a prepararme un café.

Mientras espero que la tetera hierva, pongo la radio, y -en tanto abro y cierro puertas buscando una taza, una cuchara, azúcar- el locutor da la hora: 4 de la mañana con 30 minutos.

Entonces caigo en la cuenta de que vivo solo, que desde hace más de una semana que no he salido de la casa, y que no he visto ni he hablado con nadie… ella, apoyada en el marco de la puerta de la cocina, se encoge de hombros.

-Vale- le digo - deja, al menos, que me tome el café…

6 de septiembre de 2008

(Sin título)
...
El brazo, con la lentitud de una grúa, vuelve por el encendedor. Creo que esta tarea será más difícil, pues ni siquiera sé si está en el velador. Ahora toco un libro. Éste sí lo recuerdo, lleva ahí, probablemente en la misma posición, más de un mes. “El libro del desasosiego”. Mis dedos se tropiezan con el cenicero –hondo, redondo y azul-. El artilugio debería estar por ahí, completando la trilogía del vicio: cigarrillos, cenicero, encendedor. Pero no. Seguro quedó en el bolsillo del pantalón. El brazo-grúa deja el velador y baja en busca del pantalón que debería yacer amontonado al costado de la cama, justo donde me lo saqué. El resto de la ropa está esparcida también por el piso, por esa mala costumbre mía de lanzarla a cualquier parte cuando me desvisto sin ganas. Ahora sí debo doblar un poco el tronco para alcanzar los pantalones, porque están más o menos en la mitad de la cama. Camino con los dedos por el piso frío y llego hasta la anhelada prenda. Hurgo en un bolsillo y, aleluya, lo he encontrado a la primera. Mi suerte, al parecer, empieza a cambiar. ¿Será acaso una señal de que sí debo levantarme? La llama aparece con el tercer chasquido. Fumo. Aspiro profundamente, y me concentro en la brasa que se aviva, por allá, en la lejana punta del cigarro. Las volutas de humo ascienden con la calma que las caracteriza y la habitación se hace difusa. La escena en la que me encuentro no parece estar ocurriendo…es como si fuera un recuerdo. Un mal recuerdo.