30 de octubre de 2008

Últimos días de octubre

Esa tarde, en el café de siempre, o de casi siempre, sus ojos me hablaron una vez más de la tristeza que su boca nunca quiso contarme. Sus ojos siempre hablaban de tristeza; su boca, en cambio, sonreía lo más del tiempo, enseñando unos dientes pequeños y chuecos como si fueran fragmentos de una risa ajena.

Y, aunque hablaba de cosas intrascendentes, en cada palabra, en cada frase, parecía que el alma quería escapársele por los ojos. Y por las manos, que se movían como queriendo extraer respuestas del aire.

De pronto, su semblante cambio. Sus manos dejaron de revolver el espacio, aterrizaron en la mesa, y con un dedo comenzó a dibujar el contorno de la taza ya vacía…

-Mi sonrisa es de mentira- dijo-. Sonrío por costumbre, así como digo “bien”, cada vez que me preguntan cómo estoy. De este modo, te ahorras un montón de explicaciones que nadie quiere oír.

Me dieron ganas de decirle algo cariñoso, como tarado o imbécil, (siempre uso adjetivos ofensivos para demostrar afecto; los verdaderamente cariñosos me da una vergüenza tremenda pronunciarlos), y tuve el impulso de revolverle el cabello como se hace con un niño que ha dicho una tontera. Callé, sin embargo, contuve el impulso y sólo sonreí… por costumbre.

La música dejó de sonar, y en el breve silencio que flota entre una canción y otra, se quedó pensando y dijo:

-La vida no tiene banda sonora.

Luego, pagué la cuenta, y me marché… tan solo como había llegado, sin banda sonora, pero con esa molestosa voz “en off” que nunca me deja en paz.

23 de octubre de 2008

Suspiro limeño

-Buenos días, mi niño.

Dejó la bandeja con el desayuno en el velador. Subió la persiana y la habitación se llenó con las primeras luces del domingo. El pequeño se revolvió en la cama y sonrió.

-¿Cómo amaneció, mi niño?

Ella besó su frente y se despidió hasta la noche.

La micro la dejó en la estación Escuela Militar. En Baquedano hizo la combinación hacia Plaza de Armas, donde se bajó. En Catedral con Puente saludó a sus amigas sin detenerse. Se dirigió al centro de llamados, intercambió algunas palabras con el encargado, marcó el código 51-1…

Al otro lado, una mano pequeña descolgó el aparato…

-Buenos días, mi niño, ¿cómo amaneció…?


(Dedicado a las inmigrantes peruanas, que dejan a sus hijos en su país, para venir a Chile a cuidar hijos ajenos).



14 de octubre de 2008

(Sin título)
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Últimamente llega tarde casi todos los días, así que puede que todavía llegue…

Siempre, antes de empezar la clase -antes de saludar, incluso- escribe algo en el pizarrón: citas, versos, títulos de libros, o algún titular del diario de la mañana. A veces, una pregunta: “¿Sabes quién fue Flora Tristán?” o “¿Quién fue Rosa Parks?”. Ahora, en el pizarrón, están los rastros de la última clase de ayer, unas fórmulas matemáticas que no entenderé nunca. Mal por mí. El profesor dice que las matemáticas son más útiles para vivir. Que la historia (que es lo que él enseña) y la literatura no sirven de mucho, pero yo no le creo…. Yo prefiero sus citas a las fórmulas matemáticas, que no me dicen nada.

Cuando él empieza a escribir, con la mano derecha en el bolsillo de atrás del pantalón, en la sala reina el caos y el bullicio. Pero, poco a poco, el silencio comienza a ganar la batalla, y hasta se puede sentir el ruido que hace la tiza al rozar la superficie del pizarrón. Y cuando termina la frase, el curso está quieto y atento. En ese instante, siento el sonido de las dos rayitas que cierran las comillas y el golpecito del punto final. Entonces, anoto la frase en mi cuaderno…

Es tarde. Hoy no vendrá. Busco en mi cuaderno. La clase anterior escribió:

”El corazón, si pudiera pensar, se pararía”…(*)
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(*) La cita final pertenece a Fernando Pessoa, en "El Libro del Desasosiego".