13 de abril de 2010

Rosita

Ese día regresaba a casa más tarde de lo que era mi costumbre. Asuntos de fuerza mayor me retuvieron en la oficina hasta entrada la noche. Conducía, a pesar del cansancio, concentrado para que una fina, pero persistente llovizna no me jugara una mala pasada. Por eso fue que me sobresalté cuando en un semáforo en rojo sentí unos golpecitos en la ventanilla de mi auto. En medio de la bruma invernal pude distinguir a una niña que me ofrecía una rosa. La imagen era, por decir lo menos, desconcertante…

Bajé el vidrio sin pensar -en realidad, todo lo que hice de ahí en adelante fue sin pensar- y, como una aparición, la pequeña, con el rostro salpicado de lluvia, me sonrío estirando la mano con la rosa.

-¿Tienes hambre?- le pregunté.

Ella sacudió la cabeza de arriba abajo, sin dejar de ofrecerme la rosa. Yo me incliné para abrirle la puerta.

-Sube- le dije, y ella obedeció como si fuera una orden.

Cerca de allí había una gasolinera de ésas que tienen un lugar para comer algo al paso. Los pocos clientes que habían, al vernos entrar nos miraron con curiosidad (ahora puedo afirmar que no era curiosidad, sino reprobación).

-¿Qué quieres comer?- le dije, ayudándola a instalarse en una de esas mesas pequeñas y redondas, que eran muy altas para su poca estatura.

-Un completo- dijo sin dudar.

-¿Con leche, té, café…?- le dije, como tomándole el pedido.

-Una Coca cola- respondió sonriendo y balanceando los pies que le colgaban lejos del suelo.

-Espérame aquí- agregué guiñándole un ojo.

Cuando volví a la mesa con su pedido y un café para mí, sus ojos se iluminaron. Comenzó a comer con entusiasmo. Yo intenté vaciar su bebida en un vaso, pero dijo que no y tomó directamente de la lata.

-¿Cuántos años tienes?

-Diez- dijo sin dejar de comer.

-¿Y tu mamá…?- pregunté, intentando establecer un diálogo.

-No sé- dijo. –No tengo mamá…

-¿Y con quién vives?- insistí.

-Por ahí, con unos amigos…

Cuando terminó de comer me miró y sonrió. Yo sonreí también porque sobre su labio superior se habían dibujado unos divertidos bigotes de ketchup y mayonesa. Cogí una servilleta y le limpié la boca. Entonces fue cuando ella dijo lo que yo nunca esperé escuchar… lo que nunca hubiese querido oír.

-Ya… ahora qué quieres que te haga.

Y me lo dijo desde esa sonrisa, que, a pesar de todo, seguía siendo inocente…