24 de octubre de 2010

Atún y pan
Para Laluz, por el café que dejé que se enfriara...

Pasaba cada dos días, más o menos a la misma hora, de vuelta del trabajo. Se hizo conocido entre las cajeras no por ser un cliente frecuente, que de ésos en los supermercados de barrio hay miles, sino porque siempre compraba lo mismo: una lata de atún, desmenuzado y en agua, y cuatro panes. Las cajeras jugaban a inventarle una vida a partir de esos dos artículos. Lo primero era su estado civil; una decía que era soltero; otra, que separado; alguna, adicta a las teleseries mexicanas, afirmaba que era un viudo, que nunca se había resignado a la pérdida de su esposa. Y claro, de cocinar nada, por eso el atún. De aquí a poco olerá a pescado, bromeaban. Y claro, por eso es tan flaco, si come tan poquito. Y claro, está solo… y sonreían cómplices. De su voz solo sabían como pronunciaba dos palabras: hola y gracias. Nunca ninguna se atrevió a intentar sacarle otra. Es que con ese aire serio y lejano parecía de otro mundo. Sin embargo, A María, la más reservada de las cajeras, le gustaba su voz, y no se lo contaba a nadie. Ella imaginaba como serían otras frases en su boca, incluso como sonaría su nombre en su boca… María. Y mientras las otras cajeras seguían con las invenciones biográficas del hombre del atún y el pan, ella imaginaba cómo sonaría su nombre en su boca. ¿Y él? ¿Cómo se llamaría él? Tiene cara de Juan Pablo, decía una; otra, que de Ramiro; alguna, adicta a los nombres rebuscados (tal vez la misma aficionada a las teleseries mexicanas), afirmaba que se llamaba Estanislao José. Pero María no participaba en la trivia bautismal, pues pensaba en él sin nombre. Simplemente pensaba en él, en su presencia, e iba más allá y en su ausencia imaginaba los detalles del espacio que habitaba a diario, el color de las cortinas, la forma de la mesa, y en noches de insomnio, imaginó, con pudor, la textura de sus sábanas, la proximidad de su piel. Pensaba también en sus ritos de hombre solo. Más de una vez se sorprendió imaginándose al otro lado de su mesa, compartiendo el café de la mañana, el olor a tostadas quemadas (que a los hombres siempre se les queman) y el sabor de la mermelada. Así, María, como era dada a coleccionar amores imposibles, comenzó a imaginar más de lo que la razón le indicaba. Tantas veces el amor no es otra cosa que malas indicaciones del corazón, Cupido disparando flechas a tontas y a locas, vaya. Y aunque ella estaba entre las tontas entre comillas, se ha de alegar en su defensa que las escasas historias de amor de María, las reales, jamás habían alcanzado esa categoría, es decir, de “historia de amor”. Por este motivo, y a pesar de que ya no era una jovencita, prefería imaginar relaciones, incluso tormentosas, pero, eso sí, con finales felices. Y en este contexto, claro está, el cliente del atún y el pan, era el amante ideal: guapo (medianamente, siendo objetivos), caballero (aunque solo decía hola y gracias, podría no haber dicho nada, lo defendía ella ante sí misma) y misterioso (aunque qué cliente no lo es…). La cuestión es que María comenzó a vivir su romance intensamente y soportaba sus duras horas de cajera, pensando en que cada dos días lo vería por breves minutos. Y mientras las demás cajeras seguían con sus conjeturas, cada vez más delirantes, ella, cada vez más a menudo, se colaba en sus noches y en su cuerpo, siguiendo la ruta de su perfume desde las orejas al cuello y de ahí al pecho, al ombligo, derribando poco a poco las trincheras de la vergüenza. Sin embargo, cuando él venía por su lata de atún y por su pan, ella aparentaba la misma amabilidad o indiferencia (depende del punto de vista) que ante cualquier otro cliente. A veces, cuando la imposibilidad la desesperaba un poco, imaginaba acciones osadas para producir un contacto: “Y si le deslizo, como por error, un chocolate”, “Y si deslizo, como por casualidad, mis dedos por los suyos cuando le entregue el cambio, “Y si…” Pero no, eso no estaba en las reglas del juego de los amores imposibles. Por eso regresaba sin mucho drama a sus ensoñaciones, donde sí se permitía un poco de melodrama, con peleas y reconciliaciones. Y a veces, también escapándose sin querer de las reglas, pensaba en qué pasaría si un mal día, su amante sin nombre no regresaba más a comprar. Eso ocurría cuando su historia se le escapaba de las manos y de sus fantasías. Es que a veces la realidad pesa como la verdad que es nomás. De tanto en tanto, se involucraba en los juegos inventivos con sus compañeras, no fuera cosa que sospecharan algo y lo arruinaran todo.

Pero todas las historias tienen un final, incluso las imposibles. Ocurrió uno de aquellos días en que ella, María, decidió jugar con las demás. La tarde-noche anterior, había sido él quien rompió las reglas y al atún y el pan acostumbrados, añadió dos artículos nuevos: vino y quesos. El vino y el queso, en este caso, eran inesperados productos que agregaban el elemento tormentoso posible a una historia imposible. Este hecho lo cambiaba todo y el revuelo que ocasionó en las “guionistas de supermercado” fue mayúsculo., pues venía a proporcionar material inédito a una teleserie que ya comenzaba a perder interés. “Así que vino y quesitos…” Entonces, las teorías acerca de quién y cómo sería la misteriosa invitada, echaron a volar con renovado entusiasmo la creatividad de las cajeras: “Debe ser una compañera de trabajo”, decía una; “qué no, que es una vecina y seguro la conocemos porque compra aquí”, aseguraba otra; “ay, debe ser una jovencita que conoció por casualidad al cruzarse las líneas telefónicas”, suspiraba la de las teleseries mexicanas; “la cosa es que nos quedamos viudas antes del casamiento…” remataba la de más edad, decepcionada como si de verdad hubiese tenido alguna posibilidad. Y luego venían las apuestas por el nombre de la afortunada: Angélica, Carolina, Rosa Amelia… “O Simplemente María, como tú”, dijo la misma de las teleseries mexicanas, sorprendiendo a la homónima, quien hasta ese momento escuchaba en silencio la conversación de sus colegas. “Sí, se llama María”, dijo María, con una sonrisa que todas interpretaron como de tristeza. Entonces otra, para dar un final más gracioso al capítulo de ese día, agregó: “Y a la elegida no le gusta el atún…”
-No- dijo María, en voz tan baja que ninguna pudo escucharla- el atún es para su perro Blas…y volvió a sonreír sin una pizca de tristeza.
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(Un cuento distinto, menos triste, para recordar que llevo 4 años escribiendo en estos recovecos).
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