5 de diciembre de 2011

"No te veré morir"


Para Paty, que me dijo: "Escríbelo".


Se levantó al alba. Alistó la ropa que se pondría, que era la misma de siempre, pero en esta ocasión le sacudía el polvo acumulado en 365 días y le remendaba las costuras que el tiempo iba desvencijando sin piedad. Miró su vestido lila, de falso terciopelo, y pensó que si la nostalgia tenía un color era ése: el lila desteñido, el lila cansado, el lila derrotado. Luego, apoyada en la baranda de su pequeño jardín, cogió sus zapatos, los que a pesar de su esfuerzo por sacarles un poco de brillo, permanecían obstinadamente opacos, añejamente negros; el óxido había roto las hebillas y las correas bailoteaban inútiles sobre sus pálidos empeines. Menos mal que casi no tenía que caminar, de otro modo le habría resultado difícil sostenerse sobre aquellos tacones, que -aunque no eran muy altos- habían entorpecido sus pasos como consecuencia de la quietud de sus eternas jornadas.
Mientras se arreglaba su pelo largo y sombrío, pensaba en como las visitas poco a poco habían comenzado a distanciarse. Al principio de la mudanza, él venía a verla muy seguido; después sus apariciones se redujeron a tres en el año: cumpleaños, aniversario… y este día. Eso sí, jamás había dejado de venir, aunque no más fuese este único día. Habían pasado tantos años, ya ni siquiera recordaba cuántos eran, pero él seguía viniendo, cada vez más viejo, cada vez más lentos sus pasos. A lo largo de todo ese tiempo ella lo había visto hacerse viejo. -Si él está así –pensaba- hecho un mar de arrugas, cómo estaré yo… Por suerte, en el lugar al que la habían traído no había espejos. No es que estuvieran prohibidos, simplemente allí no tenían sentido, la vanidad resultaba ridícula. Sin embargo, ella, ese día, cuando él la venía a ver, se arreglaba un poquito como en el otro tiempo.
Cuando el primer sol de noviembre se deslizó suave por encima del muro, llenando el gran patio de cientos de sombras pretenciosas, ella se sentó sobre el banco de piedra de su jardín a esperarlo. Sabía que de un momento a otro él aparecería al final del sendero, con el ramo de crisantemos de siempre, de ese vivo color lila que, a la vez, alegraba sus días y humillaba su vestido de terciopelo, que alguna vez tuvo el mismo color.
Por fin lo vio aparecer. Mientras se acercaba, no dejó de mirarlo en ningún momento, como queriendo abarcar en esa mirada el año que había pasado sin verlo. Sin embargo, esta vez tuvo la certeza de que esa sería la última visita, y por un instante, sólo por un instante, sintió pena porque no lo vería morir, no podría acompañarlo como él había estado con ella cuando la muerte, tempranamente, vino a buscarla.
El sol continúa empinándose por los muros del cementerio, alumbrando las esculturas de los santos y las inútiles alas de los ángeles. Un hombre viejo deposita un ramo de crisantemos en la tumba de una mujer…


(El título está tomado del último verso de un poema de Idea Vilariño: "Ya no").

3 comentarios:

Edurne dijo...

Guau!
Me ha puesto la piel erizada.

Ternura, pena, amor, yo qué sé cuántas cosas estás aquí dentro, entre estas letras tan hábilmente encadenadas...!

Qué bien que te dijeran que lo escribieras!
Qué bien que hiciste caso!
Qué bien que podemos leerlo!

Magnifique!

Beso y abrazote enormes!

Beauséant dijo...

llenamos la muerte de rituales y momentos para intentar que tenga algo de sentido, pero al final es eso, olvido..

Patty Jory dijo...

Yo sabía que podías escribir una historia interesante cuando te lo planteé el 1 de noviembre.

A pesar de que la idea era hacerlo en tono de comedia, este enfoque superó todas mis espectativas. Me ha emocionado hasta las lágrimas. Incluso ahora, que he vuelto a leerlo, siento la misma emoción.

Como dice Edurne, qué bueno que te pedí que lo escribieras. Es muy hermoso. Como siempre, le das ese tono lleno de ternura y de humanidad que tanto necesitamos.

Un abrazo, amigo mío, no te mueras nunca.