25 de diciembre de 2011

"Con lo que yo te quiero, hijoputa..."



Escogiste un buen sitio para quedarte. Es lindo en verdad, tal como me habías contado. Sin embargo, este frío era difícil de imaginar, sólo ahora que lo siento puedo entender de lo que hablabas. Tú decías que era lo único malo de este lugar, pero que terminarías acostumbrándote, total, los muertos son más fríos que el frío. Eso decías…¿Sabes? Nunca pensé que debería traerte tan pronto.

Pero promesa obliga. Estábamos borrachos aquella vez, borrachos como cada vez que alguien te abandonaba, como cada vez que alguien me abandonaba. Ay, amigo, el desamor casi nos volvió alcohólicos. En eso también éramos tal para cual: unos perfectos perdedores. Siempre decías que debíamos haber nacido maricones, que habríamos sido la pareja imperfecta: “Con lo que yo te quiero, hijoputa”, me decías muerto de risa, después de haber llorado todo tu tinto llanto de borracho clásico.

Fue solo después de la resaca de tu muerte cuando recordé aquella promesa, aquélla que la vanidad de creernos inmortales nos había hecho olvidar. Y es por eso que estoy aquí, contemplando el paisaje que tantas veces me contaste, y que ahora vuelvo a escuchar como si fuesen las indicaciones para encontrar el sitio exacto en un mapa.

A la entrada del pueblo, a mano derecha (si vienes del Este), encontrarás un puente de madera. Sí, ése que alguna vez fue colgante. Debes cruzarlo y seguir el camino de tierra hasta encontrar el sendero que te lleve al bosque. Camina por ese sendero. Si es primavera, verás flores amarillas y moradas por todos lados. Pronto llegarás a una bifurcación: un camino te lleva hacia la profundidad del bosque; el otro, al mar… Allí, al final del sendero, ¿lo ves?

Sí, lo veo… como si me hubieras prestado tus ojos. Sólo las flores no están porque es invierno.“Justo en ese punto quiero que eches a volar mis putas cenizas”, me dijiste. Te respondí con una risotada, también de borracho, que no hablaras güevás. Pero entonces te pusiste bien serio -y yo me reí con más ganas porque los borrachos que tratan de ponerse serios se ven muy cómicos- y me hiciste prometerlo… vale, vale, prometido.

Y aquí estoy, sacudiéndome de las manos el triste polvo en el que te has convertido, con fuerza, con rabia, para ver si ahora que estás muerto me sacudo también este amor de mierda. Porque en eso no te fijaste, hijoputa, que cuando decías el chistecito aquel de los maricones yo me mordía la risa…

(Vuelvo a publicar este relato porque Pamela Meza, ex-alumna y talentosa artista, me hizo el honor de ilustrarlo sin que yo lo supiera... y claro, vale la pena compartirlo).

5 de diciembre de 2011

"No te veré morir"


Para Paty, que me dijo: "Escríbelo".


Se levantó al alba. Alistó la ropa que se pondría, que era la misma de siempre, pero en esta ocasión le sacudía el polvo acumulado en 365 días y le remendaba las costuras que el tiempo iba desvencijando sin piedad. Miró su vestido lila, de falso terciopelo, y pensó que si la nostalgia tenía un color era ése: el lila desteñido, el lila cansado, el lila derrotado. Luego, apoyada en la baranda de su pequeño jardín, cogió sus zapatos, los que a pesar de su esfuerzo por sacarles un poco de brillo, permanecían obstinadamente opacos, añejamente negros; el óxido había roto las hebillas y las correas bailoteaban inútiles sobre sus pálidos empeines. Menos mal que casi no tenía que caminar, de otro modo le habría resultado difícil sostenerse sobre aquellos tacones, que -aunque no eran muy altos- habían entorpecido sus pasos como consecuencia de la quietud de sus eternas jornadas.
Mientras se arreglaba su pelo largo y sombrío, pensaba en como las visitas poco a poco habían comenzado a distanciarse. Al principio de la mudanza, él venía a verla muy seguido; después sus apariciones se redujeron a tres en el año: cumpleaños, aniversario… y este día. Eso sí, jamás había dejado de venir, aunque no más fuese este único día. Habían pasado tantos años, ya ni siquiera recordaba cuántos eran, pero él seguía viniendo, cada vez más viejo, cada vez más lentos sus pasos. A lo largo de todo ese tiempo ella lo había visto hacerse viejo. -Si él está así –pensaba- hecho un mar de arrugas, cómo estaré yo… Por suerte, en el lugar al que la habían traído no había espejos. No es que estuvieran prohibidos, simplemente allí no tenían sentido, la vanidad resultaba ridícula. Sin embargo, ella, ese día, cuando él la venía a ver, se arreglaba un poquito como en el otro tiempo.
Cuando el primer sol de noviembre se deslizó suave por encima del muro, llenando el gran patio de cientos de sombras pretenciosas, ella se sentó sobre el banco de piedra de su jardín a esperarlo. Sabía que de un momento a otro él aparecería al final del sendero, con el ramo de crisantemos de siempre, de ese vivo color lila que, a la vez, alegraba sus días y humillaba su vestido de terciopelo, que alguna vez tuvo el mismo color.
Por fin lo vio aparecer. Mientras se acercaba, no dejó de mirarlo en ningún momento, como queriendo abarcar en esa mirada el año que había pasado sin verlo. Sin embargo, esta vez tuvo la certeza de que esa sería la última visita, y por un instante, sólo por un instante, sintió pena porque no lo vería morir, no podría acompañarlo como él había estado con ella cuando la muerte, tempranamente, vino a buscarla.
El sol continúa empinándose por los muros del cementerio, alumbrando las esculturas de los santos y las inútiles alas de los ángeles. Un hombre viejo deposita un ramo de crisantemos en la tumba de una mujer…


(El título está tomado del último verso de un poema de Idea Vilariño: "Ya no").