1 de enero de 2012

El día que se acabó el mundo



El lunes, cuando se despertó, el mundo se caía a pedazos. Aparentemente, todo estaba en calma y en su lugar. Una multitud cabizbaja comenzaba a recorrer las calles rumbo al trabajo; otra multitud apresurada, corría a comprar los regalos para la navidad que estaba a la vuelta de la esquina. Nadie parecía darse cuenta de los últimos estertores del mundo, a pesar de que todos los portales de internet lo anunciaban.


El hombre, con sus eternas guerras, se engolosinaba matando seres humanos a diestra y siniestra. Pensó que si tan solo ocupara una ínfima parte de su afán de muerte en matar el hambre, las moscas desaparecerían. Pero ya era tarde para pensar, porque ya se oía el ruido del fin del mundo, que no era otro que el insoportable zumbido de las moscas.


La naturaleza, por su parte, cansada de la estupidez de los habitantes de la tierra, les echaba una manito desplegando todo su arsenal de destrucción: terremotos, tormentas, sequías… volcanes.


Era cuestión de tiempo. No daba para más… a más tardar mañana.


Sin embargo, mañana cuando se despertó, para su mal, el mundo no se había acabado, pero estaba vacío. Entonces, descolgó el teléfono y la llamó para pedirle una segunda oportunidad.