19 de febrero de 2013

La soledad de los objetos


Si los objetos sintieran, preferirían no sentir. Estoy seguro. Hoy -puesto que hasta el gato está de vacaciones en esta empresa- he almorzado rodeado de ellos. De objetos, que es de eso de lo que hablo. Ojalá, pensaba mientras tragaba no sé qué, que la quietud -la santa quietud de los objetos- sea calma. Pero no. La quietud de los objetos es inquietud, un desasosiego que no tiene fin, el cual, de tanto en tanto, siente algún alivio cuando un alma descuidada los coge, los usa o, simplemente, los cambia de lugar para que no estorben. Es por eso que muchos objetos estorban. Son como niños faltos de afecto llamando desesperadamente la atención.
Hoy almorcé con el salero. Un salero plástico y feo, hecho con el amor que se brinda a los objetos funcionales y fabricados en serie, es decir, ninguno. “Ninguno amor”. Desde una prudente distancia -la prudente distancia a la que están acostumbrados protocolarmente los saleros- parece que me observaba… como queriendo trabar amistad. Saqué un rotulador de mi bolsillo, cogí el salero y me pareció sentir su suspiro de alivio… Entonces, le dibujé unos ojos de mono animado. “Para mirarnos mejor…”
No diré que hablamos el salero y yo, no vayan a pensar que estoy loco. Sin embargo, nos hicimos un poco de compañía, una compañía miserable, pero compañía a fin de cuentas. Cuando me marchaba, luego de rumiar una manzana desabrida, noté que sus ojos de mono animado me miraban distinto, con un cierto brillo tal vez, como aquel que precede a la tristeza… Pasado un instante, comprendí lo que él quería. Lo tomé entre mis manos y nos miramos por última vez. Le sonreí. Lamenté no haberle dibujado una boca, pero a falta de esta, sus ojillos me devolvieron la sonrisa. Mi brazo se alzó para coger impulso y, sin pensarlo, lo estrellé contra el suelo.
Me fui sin recoger sus pedazos y sin limpiar su blanca sangre derramada…