24 de diciembre de 2014

La esperanza y un par de zapatos
Para Valentín, mi Pequeño Valiente, y su madre, mi hermana,
quien me contó de los zapatos de esta historia




No sé por qué razón, mi hermana mayor se empeñaba en creer en el Viejito Pascuero. Aunque éste nunca había dejado ningún juguete como prueba de su existencia, cada víspera de navidad ella colocaba sus zapatos delante de la puerta de la casa, con la esperanza de que al día siguiente encontraría sobre ellos una muñeca de pelo rubio y ojos azules que se abrían y cerraban bajo unas largas pestañas.

Cada 25 de diciembre, mi hermana salía de la cama muy temprano y corría ansiosa hacia la puerta, y como siempre, lo único que encontraba era un zapato, haciéndole compañía al otro. Y como siempre, a la decepción de no encontrar lo esperado, seguía la conformidad. Mi hermana terminaba justificando al Viejo Pascuero: que el Polo Norte estaba muy lejos o, simplemente, los regalos no le habían alcanzado. El próximo año seguro pasaría por el pueblo y se detendría ante nuestra puerta...

La navidad en que mi hermana tenía trece años no dejó sus zapatos afuera. Pensé, entonces, que le había llegado la hora de no creer más. Pero estaba equivocado. Descubrí mi error la navidad pasada, cuando viajé al pueblo para pasar las fiestas de fin de año en familia, y, sobre todo, para verla a ella, porque dentro de poco iba a tener un hijo. Esa nochebuena, mientras hablaba con ella, puse mi mano en su vientre inflado para sentir alguna patada de mi sobrino y, por casualidad, o tal vez no, le pregunté si también dejaría los zapatos de Valentín en la puerta para que Papá Noel le dejará los regalos, o le enseñaría desde pequeñito que el Viejito Pascuero no existía. “¿Quién te contó que no existe?”, me dijo. Yo sonreí, pensando que bromeaba...

Si mi hermana no volvió a dejar sus zapatos a la intemperie, no fue porque haya dejado de creer, sino porque aquel día comprendió que el Viejo Pascuero, en todos esos años nunca había dejado de pasar. Esa nochebuena, una lluvia abundante cayó sobre el pueblo... Mi hermana, al levantarse aquella mañana encontró sus zapatos, sus únicos zapatos, llenos de agua. Entonces supo lo que valía tener un par de zapatos... secos.

18 de diciembre de 2014

Cómplices


Nos lamentamos, hipócritas, de no haberlo visto venir.

Como cada tarde, vagábamos por las calles buscando alguna aventura para matar el tiempo. Remigio, el tonto del pueblo, con tal de ser parte del juego, se prestaba solícito  a nuestros sádicos caprichos, ya como blanco  de los pelotazos, ya como animal de carga… en fin, siempre como víctima. Ese día sería un prisionero a quien debíamos rescatar de una muerte casi segura.

Después, cuando espantados contamos lo sucedido, nadie dudó de nuestra versión: “Estábamos lejos, no lo vimos venir…”

“Es que por este pueblo” -agregó alguien para finiquitar el asunto- “el tren pasa tarde, mal y nunca”.

1 de diciembre de 2014

Formas de escapar de la oficina

En la pantalla, un texto que mis ojos se resisten a leer. En mi oreja izquierda suena una canción en inglés que me traslada a paisajes que no conozco… playas desiertas, mañanas de invierno y un corazón desabrigado. Un piano que se desgrana y una voz que me susurra  que estaríamos mejor en otra parte, lejos, muy lejos. Llueve en el recoveco de mi oreja izquierda y hace frío debajo de los escritorios y sobre los teclados, aunque afuera el sol proclame el advenimiento del verano.
Y, al contrario de lo que dice el texto que corrijo, este lunes necesita ventilación asistida.
El eco de la última nota queda resonando en el limbo de las horas muertas…