A decir de él
“Que un viejo amor, no se olvida ni se deja.”
El sol mezquinaba sus rayos y los dejaba caer sobre el patio del asilo como aletazos de pájaro herido. Sentados a lo largo del corredor, los abuelos desentumecían sus cuerpos, y trataban de aferrarse a la cola de un recuerdo que los abandonaba. La voz de Gardel, que salía de una radio vieja y desafinada, les entibiaba los huesos del alma. Algunos, que todavía tenían la noción de domingo, esperaban por si alguien venía a visitarlos; los otros, simplemente vagaban por las desmemoriadas horas de sus últimos días.
Zenón era de aquéllos que no esperaba a nadie, pero no porque su cabeza se hubiese olvidado de todo, sino porque no tenía a nadie a quien esperar. A decir de él, su piel se había jubilado de caricias y su boca de besos antes de los cuarenta. Por ese entonces, había asumido que lo único cierto en su vida era que moriría solo.
A decir de él: “Al otro lado del amor, no hay nadie esperándote…”
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