29 de abril de 2007

Cheque

Llegué al subterráneo donde funcionaban las cajas a eso de la una. Mala hora, pensé, para llegar al banco. Y tenía razón, pues vi con decepción que la fila, después de culebrear ordenadamente por entre los cordeles dispuestos para ello, se alargaba hasta subir por las escaleras que daban a la calle.

Estuve a punto de desistir, pero debía cambiar el cheque ese día o ni siquiera tendría plata para comprar pan (y no era un decir). Resignado me puse en la fila, y sentí un tonto alivio al ver que tras de mí la hilera seguía creciendo.

Para hacer menos tediosa la espera, saqué el libro de turno de mi bolso, dispuesto a vagar por los paisajes orientales y pabellones de oro del último capítulo de la novela que estaba leyendo. Antes calculé el tiempo que tardaría en que llegara mi turno: mínimo una hora. La fila reptaba de un modo casi imperceptible.

Había pasado una media hora cuando cerré el libro. Me encontraba ahora en la entrada de los cordeles culebreros. Reflexioné un rato, sin mirar a nadie, acerca del final de la novela. Sin embargo, pronto me sorprendí inventándole historias a los aburridos rostros que hacían la fila, mientras intentaba contar los puestos que faltaban para que me tocara cambiar mi miserable cheque

La procesión avanzaba lentamente en medio de murmullos y miradas inquietas.

De pronto, un sonido cristalino -como de perlas de un collar que se rompe y caen al piso-, inundó el lugar. Durante el primer segundo posterior al sonido, la fila se detuvo totalmente; los cinco siguientes, se desarmó por completo y todos en cuclillas recogían ansiosamente algo… no supe de que se trataba hasta que un puñado de ellas llegó a mis manos. Eran bolitas de cristal que se le habían caído a un niño. Atiné a entregárselas cuando vi que otros hacían lo mismo, y al ver su cara de desconcierto y alegría por la recuperación del tesoro perdido, deseé que mi cheque tuviera la cifra de ciento dos mil bolitas de cristal.

15 de abril de 2007


NO DUERMAS TANTO

No duermas tanto, me dice, que te puedes acostumbrar a morir. La miro extrañado, pues creo que la frasecita es un tanto densa para motivarte a salir de la cama. Sin embargo, le hago caso; me incorporo con dificultad y siento el frío del piso en mis pies, que se encogen como gusanos asustados. Ella me toma del mentón y me obliga a mirarla a la cara, y me pregunta: “¿Me quieres…?”. Cuando recién me despierto, la voz me sale como de ultratumba, así que por no hablar y por no encontrar una mejor respuesta, sólo sonrío tontamente.

Camino los trece pasos que hay desde mi cama al baño. Sin mirarme al espejo, me lavo la cara con una inusitada energía, para ver si el agua fría, o la rabia, consigue despertarme. Alzo el rostro y me miro detenidamente en el espejo… las gotas resbalan indiferentes piel abajo. Sigo siendo el mismo de ayer, y de antes de ayer… Ella también observa mi imagen en el espejo, y me sonríe, no sé si por condescendencia o si todavía espera una respuesta, que ni puta gana tengo de darle.

Me sigue al dormitorio, y me mira vestirme con la misma ropa de hace varios días, pero no dice nada. Es más, ella misma recoge del suelo los calcetines, los desovilla y me los alcanza. Cuando me siento en la cama para ponérmelos, una mano fría se desliza por mi espalda aún desnuda, y me hace estremecer. Vuelve a coger mi cabeza para que la mire y me dice: “¿Te gusta…? Esta vez ni siquiera sonrío tontamente, sólo termino de vestirme y voy a prepararme un café.

Mientras espero que la tetera hierva, enciendo la radio, y en tanto abro y cierro puertas buscando una taza, una cuchara, azúcar, el locutor da la hora: 4 de la mañana con 30 minutos.

Entonces caigo en la cuenta de que vivo solo, que desde hace más de una semana que no he salido de la casa, y que no he visto ni he hablado con nadie… ella, apoyada en el marco de la puerta de la cocina, se encoge de hombros.

-Vale- le digo - deja, al menos, que me tome el café…