Cheque
Llegué al subterráneo donde funcionaban las cajas a eso de la una. Mala hora, pensé, para llegar al banco. Y tenía razón, pues vi con decepción que la fila, después de culebrear ordenadamente por entre los cordeles dispuestos para ello, se alargaba hasta subir por las escaleras que daban a la calle.
Estuve a punto de desistir, pero debía cambiar el cheque ese día o ni siquiera tendría plata para comprar pan (y no era un decir). Resignado me puse en la fila, y sentí un tonto alivio al ver que tras de mí la hilera seguía creciendo.
Para hacer menos tediosa la espera, saqué el libro de turno de mi bolso, dispuesto a vagar por los paisajes orientales y pabellones de oro del último capítulo de la novela que estaba leyendo. Antes calculé el tiempo que tardaría en que llegara mi turno: mínimo una hora. La fila reptaba de un modo casi imperceptible.
Había pasado una media hora cuando cerré el libro. Me encontraba ahora en la entrada de los cordeles culebreros. Reflexioné un rato, sin mirar a nadie, acerca del final de la novela. Sin embargo, pronto me sorprendí inventándole historias a los aburridos rostros que hacían la fila, mientras intentaba contar los puestos que faltaban para que me tocara cambiar mi miserable cheque
La procesión avanzaba lentamente en medio de murmullos y miradas inquietas.
De pronto, un sonido cristalino -como de perlas de un collar que se rompe y caen al piso-, inundó el lugar. Durante el primer segundo posterior al sonido, la fila se detuvo totalmente; los cinco siguientes, se desarmó por completo y todos en cuclillas recogían ansiosamente algo… no supe de que se trataba hasta que un puñado de ellas llegó a mis manos. Eran bolitas de cristal que se le habían caído a un niño. Atiné a entregárselas cuando vi que otros hacían lo mismo, y al ver su cara de desconcierto y alegría por la recuperación del tesoro perdido, deseé que mi cheque tuviera la cifra de ciento dos mil bolitas de cristal.