15 de abril de 2012

TODAS LAS HORAS DEL MARTES

Mete la llave en la cerradura, la gira… se tarda mil segundos en abrir. No sabe lo que va a encontrar al otro lado.

Son las tres de la tarde de un lunes. Nunca ha estado un lunes a esa hora en su casa. Su propia casa. Durante casi veinte años, nunca. Nunca un lunes laborable.


Entra. Por fin entra.

Otros mil, dos mil segundos, inmóvil en la entrada, observando los muebles, los cuadros, los adornos de la sala, como intentando reconocerlos.


Se mueve. Por fin se mueve.

Deja el maletín en la mesa; el abrigo en el respaldo de una silla. Se afloja la corbata y se deja caer en el sillón que mira a la ventana.

“Este es el color de mi casa a las tres de la tarde”, piensa mientras mira la luz que se filtra a pesar de las gruesas cortinas.

“Esta la temperatura de mi casa vacía…”

“Y el silencio, aquí adentro (lleno de ruidos de la calle), a las tres diez de la tarde.”

“Mi casa por dentro a las tres y cuarto de la tarde de un lunes de trabajo.”
Eso piensa. Eso siente.

Y duerme… se duerme. Después de tantos años, una siesta involuntaria. La siesta de los despedidos, la siesta de los echados a la calle.

Cuando se despierta, a una hora incierta, todo sigue igual. Todo, menos el color de la casa a esa hora incierta de un lunes laborable.

“Mañana sabré cómo son todas las horas del martes aquí adentro.”

Piensa.

6 de abril de 2012

ETERNAMENTE

“Y nos encontrarán y sabrán que alguien te amó…”
(Pedro Guerra)

Una buena mañana, se coló en la cama mientras él aun dormía, y al acomodarse al tibio zigzag del cuerpo de su amante –al cóncavo de sus piernas, al convexo de su espalda- sintió que no había un mejor lugar en el mundo para vivir. Entonces, decidió quedarse…


Muchos años después, cientos, miles quizás, alguien que escarbaba entre las ruinas de la humanidad, los encontró, intactos los huesos, intacto el abrazo, tal como aquella remota mañana cuando se coló en su cama.