15 de febrero de 2011

Cuento de verano

Miró por la ventana del comedor que daba al patio trasero. Una pátina de polvo y hojas secas cubría las baldosas. Ya se lavarán cuando llueva, pensó. Era pleno verano y la ciudad sudaba indiferente sus penas bajo un sol de justicia. Febrero transcurría como una siesta interminable, borracho de vacío y abandono. De pronto, un relámpago iluminó la tarde, que, sin él darse cuenta, se había vuelto negra. Luego un trueno estremeció las ventanas y espantó a los perros de la calle, que huyeron a refugiarse a ninguna parte, porque en esta ciudad no hay refugios para ellos. Y de pronto, la lluvia. A goterones, gordos y ralos al comienzo, para convertirse en un aguacero con todas las de la ley unos segundos después. Las lluvias de verano hacen que todo parezca irreal, pensó, mientras miraba como el polvo de las baldosas se escapaba en pequeños ríos turbios por el desagüe. Sonrió. Sin embargo, las hojas secas -que los pequeños ríos turbios arrastraban- comenzaron a tapar la alcantarilla hasta convertir el patio en un pequeño lago oscuro. La lluvia es verdad, pensó, pero la vida es mentira.
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