Parece que nos estamos muriendo
-Parece que nos estamos muriendo, hermanito- escuchó que le decía el hombre que estaba tendido a su lado.
Sintió que el sol desaparecía y abrió los ojos lentamente. Y era verdad, el sol les había dado una tregua, escondiéndose detrás de un cielo desteñido. Trató de recordar los días que habían pasado desde la partida… una semana tal vez. Sin embargo, el viaje había comenzado mucho antes, en el momento de su nacimiento, o antes incluso, porque su madre ya lo llevaba en el vientre cuando tuvo que huir de su país.
-Eso, desde que nos parieron, amigo- le respondió como para tranquilizarlo.
Pero era cierto, eso pensaba, que había quienes nacían para comenzar a vivir, y que otros, en cambio, como él y todos los que yacían a su lado, nacían y empezaban a morir.
El viento de lo alto alargaba y deformaba las nubes. En la aldea -aquella aldea que había aparecido de la nada, y que era poco más que eso- las nubes habían desaparecido hacía unos cuantos años. Por este motivo pensó que el cielo nublado que ahora lo cubría era un buen presagio, que a optimista no se la ganaba nadie. Había sido también ese optimismo, y las ganas de no seguir muriendo la razón que lo había impulsado a realizar el gran viaje.
-Te imaginas si lloviera- volvió a hablarle el hombre del costado.
La última vez que llovió en la aldea había sido una fiesta. El agua caía como maná, como arroz, como pan. Recordó a sus hermanos pequeños danzando junto a los otros niños. Pero, por sobre todo, recordó a su madre; el rostro de su madre mirando hacia el cielo, (como miraba él ese cielo ahora, aunque no quisiera) con los ojos entrecerrados, los brazos en cruz y el agua rebotando en las palmas de sus manos y resbalando por su cara y su vestido; su madre, estática, como una estatua agradecida…
Imaginaba, claro que imaginaba. Si lloviera…
Apenas fue consciente, y eso ocurrió muy temprano, supo que debía marcharse. Desde aquel momento vivió sólo para ese viaje. Fueron años de trabajo para comprar un incierto billete, para un futuro que el creía cierto. Y, cuando al fin llegó el día de partir, no lo dudó, poco tenía que perder, y comenzó la travesía en la que debía cruzar más de un desierto.
El viento arrastró las nubes lejos de ahí, y sobre la piel quemada de los hombres, el sol volvió a arder.
-Parece que no lo lograremos, hermanito- le dijo, con una voz apenas audible, su compañero.
La víspera de la partida, su madre lo había abrazado largamente. Ninguno de los dos lloró, que también la sequía había llegado a los ojos.
-Prometí a mi madre que lo iba a lograr, y que regresaría a la aldea después…
Intentó adivinar cuánto tiempo habría pasado desde la partida…dos semanas tal vez. Su compañero hablaba cada vez menos, y cuando lo hacía, más bien deliraba.
-Resista, hermanito, que parece que queda poco- le dijo él- ¿qué no oye cómo cantan los pájaros? Pero el hermanito no le respondía.
Otra noche caía sobre ellos. La embarcación comenzó a moverse más de lo habitual y un viento fresco, como una bendición, se coló por entre los cuerpos amontonados. Y así, algo más aliviado consiguió, después de muchas horas, dormir un poco. Y soñó. Y en su sueño volvía a llover en la aldea. Llovía como nunca había llovido. Y en su sueño vio a su madre como aquella vez, con los brazos abiertos, recibiendo la lluvia, el arroz, el pan. Porque era eso lo que llovía en su sueño, mucho pan, mucho arroz. Y los niños de la aldea, en su sueño, bailaban salpicando infinitos granos de arroz. Y su madre, en el sueño, le decía que regresara, que ahora no hacía falta que se marchara… ¿acaso no ves, hijito, como llueve arroz sobre nosotros? Y estrellas, madre, mire cuántas estrellas caen sobre mis ojos, madre.
Se despertó sobresaltado. Pensó que seguía soñando. Cientos de destellos luminosos no le dejaban ver con claridad lo que ocurría. Se incorporó con dificultad, apoyándose en su compañero y en la baranda de la embarcación, mientras una voz fuerte y extraña, que salía de un megáfono, lo conminaba no sabía a qué.
Fue entonces que lo vi. (Dios mío, si todavía era un niño). Mientras con una mano se cubría el rostro para protegerse de los flashes, con la otra se afirmaba del cayuco para no caerse. Luego, volvió a agacharse, y cuando comenzó a sacudir el cuerpo muerto de uno de sus compañeros, vi, dibujado en su rostro, todo el miedo que la humanidad es capaz de infundir. Entonces, bajé mi cámara, me metí al agua y caminé los pocos metros que me separaban del cayuco. Los flashes seguían disparando, inescrupulosamente, su carga noticiosa. Él, arrodillado al lado de su compañero, le hablaba como si estuviese vivo, en una lengua que ninguno de los que estábamos allí habría podido identificar, porque era la lengua de los pueblos olvidados de África. Alargué instintivamente mi mano y toqué su hombro. Él me miró, y ya no era miedo lo que había en sus ojos, sino desconcierto.
-Bienvenido a Europa, hermanito- le dije, sin poder parar de llorar.