A modo de epígrafe, que puede y
no puede ser parte del texto: El oeste de la ciudad huele a meados. Las veredas,
las estaciones de metro, los rincones pendencieros. Todo huele… a meados, a
pollo asado, a caca de perro, a sopaipillas pasadas de grasa, a agua podrida.
Es este cemento obrero que suda a pleno sol.
La nariz se me arremanga. Es que a pesar de
haber nacido en el lado oeste, mi olfato no acaba de acostumbrarse a la
perfumada marginal. Me aíslo en burbujitas sosas, inodoras. Trabajo en el lado
este de la ciudad. Por las tardes regreso al oeste en un tren atestado y
sudoroso, donde no hay burbuja que me salve de la orgía del pobre… cuerpos
contorsionados, espaldas calientes, alientos pegajosos demasiado cerca de la oreja…
respiraciones, jadeos más bien, que resbalan de la nuca al cuello… resoplidos, miradas
que entran sin golpear, gestos de “perdona, no pude evitarlo… la inercia de los
cuerpos en movimiento y la frenada burlona de la bacanal”. Perdonada,
perdonado, perdonados todos.
El tren asciende y emerge espléndido,
iluminado por los últimos rayos de un febrero que atardece y se misericordia
de los habitantes que regresan al oeste olorosito a lo que nos tocó, al oeste-dormitorio,
al oeste donde por fin se pone el sol. Estación Laguna Sur, todo este pasajero debe descender. Agradezco el golpe
de aire que me enfría la carne. A ojo de pájaro, censo a los perros tristes…
hay uno más ejercitando su mejor mirada de pena: la monedita pa’ su pan. Qué
manera de sobrevivir, pienso. Es que los perros solo saben de vivir… el ser
humano, en su caso, aplicaría todo lo que sabe de suicidio.