28 de noviembre de 2007

Del tiempo y un par de zapatos

La ocasión era importante, por lo tanto, se esforzó más de lo acostumbrado en el rito del lustrado. Aplicó betún hasta en el último milímetro de zapato. Después, los dejó un momento al sol, como reposando, para luego continuar con la fase del abrillantado. Durante largo rato frotó el cuero con un paño y no descansó hasta quedar satisfecho con el resultado. Metió la mano dentro de uno de los zapatos y lo miró con detenimiento, mostrándolo al sol para comprobar el brillo.

Aquellos zapatos habían sido los primeros que había tenido. La tía solterona –quien generosamente se hizo cargo de su crianza cuando le tocó quedarse solo- se los había comprado, no con poco sacrificio, para su Primera Comunión. Claro, no se podía recibir el Cuerpo de Cristo así tan mal calzado. Eran “Bata” -biónicos, nucleares o galácticos, no recuerdo cuál era el gancho vendedor aquel año- y negros, para que sirvieran, también, para el uniforme del colegio. El asunto es que el sentimiento que experimentó, mientras estaba en la larga fila de niños esperando comulgar, si no era la felicidad, era lo que más que se le parecía. Y el sentimiento aquel estaba en los pies, y no en el corazón, como él quería creer, debido a la sagrada ocasión. Lo sagrado siempre está teñido por lo profano.

Después de lustrarlos, dibujó sobre un cartón dos plantillas, las que luego recortó con cuidado para, finalmente, acomodarlas en cada uno de los zapatos. Con éstas, intentaba disimular los orificios que el tiempo y sus miles de pasos, habían abierto en las suelas de sus zapatos.

Los cordones, sin embargo, eran nuevos, pues los originales no habían resistido tanto hacer y deshacer nudos. Lentamente, los deslizó, desde el primero al sexto agujero, hasta dejar los extremos de la misma medida, así, el nudo rosa quedaría perfecto, como su tía, con santa paciencia, se lo había enseñado.

Cuando llegó la hora, ni un minuto antes, se los colocó como si de una ceremonia se tratara. Los zapatos, tan brillantes, desentonaban con su ropa gris y gastada. Entonces, se unió al resto de la gente que iniciaba el recorrido por las polvorientas calles del pueblo, hasta la iglesia, primero, y luego hasta el cementerio, donde enterrarían a su tía.

Después que todos se marcharon, él continuó junto a la tumba por un largo rato. Se miró los zapatos -ahora, opacos por el polvo acumulado en la caminata- y el sentimiento que experimentó, si no era el desamparo, era lo que más se le parecía. Y el sentimiento aquel estaba en su corazón, y no en sus pies, como él quería creer. Lo profano, a veces, se tiñe de lo sagrado.









21 de noviembre de 2007

El Apocalipsis según Santiago (2)

...la puta casualidad fue la que se encargó de aquel encuentro.

En una ciudad de millones de habitantes (ya no sé cuántos somos), dos que se conocen, se encuentran. Uno de ellos va aceleradísimo, hablando por teléfono, seguramente atrasado a alguna cita; el otro, simplemente vaga (porque no sabía, en realidad, qué más hacer). Se ven, repentinamente. El desaforado latir de las venas de la ciudad hace que no se reconozcan, casi. Sin embargo, se reconocen. Un confuso "hola", un beso torpe, un gesto indefinido (como de desconcierto), y una o dos miradas (las de ellos), que se pierden en medio de los infinitos mapas cotidianos. De fondo, gritos metálicos (las micros todavía eran amarillas).
...
Las miradas se perdieron (sin remedio).
...

La puta casualidad nunca fue tan puta... (los seres que se habían encontrado, nunca más volvieron a encontrarse).

11 de noviembre de 2007

(Pensando tu nombre en vano)

... uno de estos días, dios debería sentarse a recapacitar.

3 de noviembre de 2007


El Apocalipsis según Santiago (1)*

Ilustración: Antonio Salgado (fragmento)


El Ángel Guardián yacía muerto en lo alto de la torre de telecomunicaciones. Sus ropas, otrora albas, estaban cubiertas de hollín y sus pulmones reventados. Muy cerca de allí, en la cima del más elevado y moderno de los edificios, los heraldos de la muerte, que desde hacía casi quinientos años esperaban este acontecimiento, festejaban haciendo sonar sirenas día y noche.

Cuando los primeros habitantes comenzaron a morir, miles de personas atestaron las autopistas, huyendo despavoridas. Ni siquiera se acordaron de enterrar a sus muertos…

Pronto, todos habían abandonado la ciudad. Todos, menos los incontables perros vagabundos que seguían trajinando sus calles vacías. No, ellos no se marcharon, porque no tenían más amo a quien serle fiel que Santiago.
*Santiago de Chile...