19 de noviembre de 2008

(Sin título)
...
Ese jueves no fue la excepción a mi fe en las duchas milagrosas, incluso quise renovarla y decidí darme un largo baño de tina. No imaginaba que sería más largo de lo que pensaba. Mientras la bañera se llenaba, me preparé un café, fumándome el cuarto o quinto cigarro del día. Terminé de bebérmelo apoyado en el lavamanos, justo cuando el agua alcanzaba un nivel apropiado. Me metí a la bañera con el resto de pitillo que me quedaba apretado entre los labios, y me estiré, no del todo, porque mi cuerpo es más largo que la bañera, por eso quedó como esos Cristos crucificados, con unas rodillas flacas medio dobladas hacia un lado. A los pocos segundos, la nuca comenzó a dolerme y, por no tener a mano nada mejor, cogí el calzoncillo que me había sacado, lo doblé y lo acomodé entre la dura superficie y mi cabeza.

Al principio el agua tibia, casi caliente, me hizo olvidar, por un largo rato, que existía un mundo más allá de la frontera de mi cuerpo. La tibieza siempre ha sido para mí uno de los mayores placeres, casi un vicio, y si no sonara ridículo hasta diría que tiene algún efecto sicotrópico. Y con esa agradable sensación de abandono, no sé bien si me dormí o perdí la conciencia. El asunto es que cuando recobré el sentido, sentí en mi cuerpo la modorra aquella que me impide levantarme tantas veces; reconocí también, con rabia, el baño, con los artefactos y azulejos de siempre. Otra vez había perdido la fe y había recobrado la noción del tiempo. Tenía frío, el agua se había helado, pero era incapaz de salir de la bañera, como antes no había podido levantarme de la cama. En medio del agua, por allá donde asomaban las rótulas entumidas de Cristo, la colilla del cigarro flotaba a la deriva.

Comenzaba a tiritar, cuando sentí que alguien abría la puerta. Había olvidado que era jueves y Rosa venía a limpiar y ordenar mis últimos siete días. Entonces caí en la cuenta que llevaba más de dos horas metido en el agua. Creo que muy adentro de mí, me alegré de su llegada casi sin querer reconocerlo. Escuché la puerta cerrarse y sus pasos entrando a la casa. Luego, un leve ruido de bolsa plástica. La imaginé sacando el delantal de esa bolsa, y poniéndoselo con calma. La vi amarrándose el pelo… De pronto, el sonido de la radio que se enciende hizo que desaparecieran esas imágenes de mi cabeza. Busca una emisora hasta que encuentra una canción que le gusta. Pensé: Ojalá comience a limpiar por el baño, para que me encuentre, o que al menos tenga ganas de mear. Necesito que me encuentre. Tengo frío. Ni siquiera tendrá que abrir la puerta, cuando vives solo, nada más la puerta de entrada tiene sentido.


6 de noviembre de 2008

Lo raro de soñar

En medio de la noche, lo despertó un grito sordo, gutural. –Ayúdenme-. No tardó en darse cuenta que quien gritaba era él mismo. Y, aunque a los pocos segundos ya no recordaba lo que había soñado, no se atrevía a cerrar los ojos para volver a dormirse. La sensación de miedo y los desarticulados latidos de su corazón se lo impedían. Estiró la mano hasta el velador, cogió el teléfono y vio la hora. Cuatro de la mañana. Faltaban, al menos, dos horas para que comenzara a amanecer. Se revolvió inquieto, las sábanas se le habían enredado en las piernas y tuvo que luchar para liberarse de ellas. Definitivamente ya no podría volver a dormirse. Decidió levantarse y, sin encender la luz, como si temiese ser visto, comenzó a recorrer la casa. Si alguien lo hubiese observado, pensaría que buscaba algo… la razón de su desasosiego, tal vez, la causa de su pesadilla. Caminó hasta la sala y se detuvo a los pocos pasos, intentando adivinar los objetos en la penumbra. -Si estiro una mano- se dijo -tocaré el estante de los libros. Y en efecto, así lo hizo y sintió la textura de la madera en sus dedos. Dio unos pasos más y se paró detrás de donde debería estar el sillón de cuero negro. Y sí, estaba allí, y palpó el respaldo como lo haría un ciego. Se desvió un poco a la derecha, buscando la mesa del comedor. Aparentemente, todo estaba en su lugar. Entonces avanzó hasta el ventanal, guiado por una delgada línea de luz que se colaba desde el exterior. Descorrió un poco la cortina. Afuera, una espesa niebla cubría la ciudad, y se hacía evidente en los haces de luz que proyectaban las farolas del alumbrado público. Miró hacia un extremo de la calle. Sólo había silencio y soledad. Sintió, en ese instante, que el mundo estaba deshabitado. Cuando giró la cabeza hacia el otro lado supo lo que era sentir que la sangre se congele en las venas. Y, aunque la figura que vio en medio de la calle, caminando hacia la avenida, le daba la espalda, pudo reconocerse en ella. –Mierda- exclamó entre dientes- me volví a dormir. Intentó, a partir de ese momento, dominar su pesadilla. Caminó muy despacio hacia su habitación, siempre a oscuras, para no despertar al que dormía. Si lo hacía, temía que su cuerpo, en triplicado, quedara vagando por la eternidad en el limbo de los malos sueños. Sin embargo, al cruzar el umbral de la puerta de su dormitorio, instintivamente -como se suele hacer cuando uno está despierto- encendió la luz y miró hacia su cama…Sólo entonces comprendió que no estaba soñando.