- Es una esquela - responde su padre acercándola a la cámara.
- ¿Una esquela? - exclama H sorprendido, casi rozando la pantalla con la nariz.
- Se usaban antiguamente para escribir cartas…
- ¿Cartas?... Ah, mails.
El padre guarda un silencio medio triste, mientras palpa esa
hoja liviana, semitransparente… de ribete bicolor. En sus dedos siente la ya
casi olvidada textura del papel. La había encontrado hace unos días, vagando
por los galpones de un mercadillo de antigüedades.
- No…
cartas. Los mails son posteriores… Digamos que eran los telemensajes de esos
tiempos. Se escribían a mano, se enviaban por correo tradicional y un cartero
te las traía a casa…
En este punto del relato hace otra pausa silenciosa, tratando de recordar lo poco que
sabía de este personaje… que andaba en bicicleta, que lo perseguían los perros,
que tenía un nombre, como Juan o Diego… y le cuenta también que él, alguna vez,
recibió una carta; se la había enviado su padre, el abuelo de H, cuando él
estudiaba en una ciudad del norte.
- Pero
se me extravió en la última mudanza - concluyó.
H no consigue imaginar el complejo mecanismo de la carta.
Eso sí, lo del cartero le hace mucha gracia. Los gestos y la voz de su padre, a pesar de la
frialdad de la pantalla, le provocan una sensación extraña. H, como toda su
generación, ya no reconoce la nostalgia, sin embargo, algún gen de hijo de otro
tiempo rezagado en sus venas, le provoca cierta empatía con su padre.
- ¿Por
qué no me haces una de esas cartas, papá? - Me agradaría, H… pero yo tampoco sé escribir a mano.