6 de abril de 2008

Ciudades sin nombre

Inevitablemente, después de la copa que comenzaba a nublarle la razón, la conversación tomaba el rumbo de la nostalgia. Todo lo que yo conocía de él lo descubrí en esas noches de charlas interminables, las que muchas veces se transformaban en el delirante monólogo de un clown que había extraviado la risa. A mí me gustaba escucharlo. Esa noche supe por qué su discurso me cautivaba, a la luz de sus palabras revisaba mi vida, que por lo demás, era bien poco interesante, pero yo aún no me daba cuenta.

Aquella vez habló de amor, de desamor, más bien, que es de lo que uno se muere. Eso dijo: No es de amor de lo que mueren los amantes, sino de desamor. Y yo pensé, recordando mis escasos y desastrosos aprontes por esos territorios pedregosos, que de alguna manera, él estaba en lo cierto. Al menos en sentido figurado, la máxima de mi amigo se cumplía, pues los amantes desdichados sienten que morirán de amor, o desamor. Y pensé, con vergüenza, en mi pobre historia de amor.

Su vida había transcurrido en ciudades sin nombre, y la historia que me contó aquella noche no era la excepción. Si bien no entró en detalles (nunca lo hacía), las conclusiones de su relato me dejaron un sabor amargo… Elijo al azar un destino en el mapa, una de aquellas miles de ciudades que no sabemos que existen. Los altavoces anuncian un nuevo embarque, que tampoco es el mío. La sala se agita. Todos quieren partir, yo más que ninguno. Sin embargo, debo esperar para abandonar la única ciudad en la que, quizás, pude ser feliz. Así me lo contó, en presente, como reviviendo el instante en que perdió la única partida que le importaba ganar.
Y así, sin más ni más, su historia de amor se dispersaba en divagaciones y reflexiones que abarcaban lo humano y lo inhumano (nunca habló de lo divino). La mayoría de las personas, me dijo, tiene una vida de mierda, pero la mayoría de esa mayoría no se da cuenta. Y de pronto, rompiendo el hilo de su discurso de clown borracho y triste, me preguntó si tenía yo una historia de amor para contar. No supe que contestar. Pensé en mi pobre historia de amor, que por más que la adornase, no era digna de ser contada… Entonces sentí, en el recoveco intercostal izquierdo, una leve pero aguda punzada. Él, como si adivinara lo que me comenzaba a pasar, retomó su monólogo con frases que en nada ayudaban a mi nuevo estado. No amar es indecente, dijo, tanto como no ser amado. Yo me salvé de esa indecencia, continuó, pero ahora no sé qué hacer con el sentimiento que me sobra. No me resigno a no amarla, me dijo, el amor una vez, no basta…

Y continuó hablando, pero yo ya no lo escuchaba. Ahora él era un clown triste, borracho y mudo, que gesticulaba en el vacío. Entonces volví a sentir la punzada, ahora fuerte y filosa. Y lo odié. Estaba pariendo un dolor, mi primer dolor, el de comprobar en mí la última máxima de aquel clown borracho, triste, mudo y clarividente: mi vida era una vida de mierda… y la ciudad que me habitaba no tenía nombre.

Llené resignado mi última copa de vino negro y brindé por la “señalada” minoría de la que pasaba a formar parte, y bebí, con la vaga esperanza de que a la mañana siguiente no recordaría que me había dado cuenta… Me despedí de él con un sincero apretón de mano (el odio en mí dura poco y se me pasa con el vino), y me fui con la certidumbre de que nunca más volvería a verlo.

Esa noche soñé que alguien ponía una bomba en mi costado izquierdo… por dentro de las costillas.