5 de febrero de 2008

A los que huyen

Pensábamos, con la ingenuidad de los siete años, que si cogíamos un bote y remábamos hasta la línea donde el sol incendiaba las nubes, llegaríamos al Japón... No podíamos imaginar, mi primo y yo, cuán lejos estábamos de poder huir del pueblo y de aquella vida, que ya sospechábamos era una vida de mierda.

Sin embargo, no sé si un buen o mal día, decidimos partir, con tiempos y direcciones diferentes. Ocurrió por la época en que nos dimos cuenta de que vivir así no tenía mucho sentido… cuando descubrimos el desasosiego. Huimos, cada cual más lejos. Mi primo comenzó un largo periplo por distintas ciudades y, apenas la legalidad de los dieciocho años se lo permitió, se fue al extranjero, aprovechando que un país, grande como un continente, abrió amistosamente sus fronteras a los inmigrantes.

Nunca más volvería a verlo. De tanto en tanto, me enviaba una postal al pueblo, del cual yo todavía no escapaba, insistiendo en que lo acompañara a vivir a aquel país, y para convercerme me contaba que desde allí Japón estaba a un paso: “Aquí se puede vivir…” me escribía. Yo era el único lazo que él tenía con una infancia que deseaba olvidar.

Mi desasosiego no cabía en ninguna maleta. Por eso nunca acepté su invitación. A pesar de ello, el viaje era mi única certeza…

De niños, alguien nos había contado que cuando en este lado del mundo anochecía, en las antípodas comenzaba a amanecer. Entonces, en el momento en que el sol incendiaba las nubes, emprendí mi viaje a Japón, cruzando el mar… sin bote y sin remos.