Mientras la impía lluvia borraba la
rayuela en la que los hijos del patriarca solían entretenerse antes
del anuncio del diluvio, los últimos animales subían al arca llenos de
incertidumbre. Por su innata condición de pastor, al perro se le asignó la
tarea del embarque. Concluida esta misión,
subió a la nave de los elegidos y desde la puertecilla miró a los desdichados
que se quedarían abajo. Fue entonces que lo vio, desamparado y suplicante bajo
la lluvia demencial, y haciendo caso omiso de los designios divinos, con un
revoloteo de su noble cola, dejó que Noé y su prole subieran al arca.