No, a nadie le extrañó que mamá llorara,
solo a mí, que nunca antes la había visto llorar. Y vaya que tenía motivos para
hacerlo… Y yo también lloré. Pero no por el padre muerto, sino por las lágrimas
de mamá, por las desconocidas lágrimas que por tantos años mamá había guardado como cardenales en
la piel de su alma…
Malditos recovecos...
Cuentos tristes (para que parezca mentira la verdad).
27 de enero de 2015
Cardenales
Pero esta vez ella lloró y a
nadie pareció extrañarle, pues estaban enterrando al hombre que hasta ayer
había sido su esposo. Las lágrimas de mamá,
calmadas pero abundantes, parecían brotar de todo su cuerpo, empapándole la
carne y los huesos.
24 de diciembre de 2014
La esperanza y un par de zapatos
Para Valentín, mi Pequeño Valiente, y su madre, mi hermana,
quien me contó de los zapatos de esta historia
No sé por qué razón, mi hermana mayor se empeñaba en creer en el Viejito Pascuero. Aunque éste nunca había dejado ningún juguete como prueba de su existencia, cada víspera de navidad ella colocaba sus zapatos delante de la puerta de la casa, con la esperanza de que al día siguiente encontraría sobre ellos una muñeca de pelo rubio y ojos azules que se abrían y cerraban bajo unas largas pestañas.
Cada 25 de diciembre, mi hermana salía de la cama muy temprano y corría ansiosa hacia la puerta, y como siempre, lo único que encontraba era un zapato, haciéndole compañía al otro. Y como siempre, a la decepción de no encontrar lo esperado, seguía la conformidad. Mi hermana terminaba justificando al Viejo Pascuero: que el Polo Norte estaba muy lejos o, simplemente, los regalos no le habían alcanzado. El próximo año seguro pasaría por el pueblo y se detendría ante nuestra puerta...
La navidad en que mi hermana tenía trece años no dejó sus zapatos afuera. Pensé, entonces, que le había llegado la hora de no creer más. Pero estaba equivocado. Descubrí mi error la navidad pasada, cuando viajé al pueblo para pasar las fiestas de fin de año en familia, y, sobre todo, para verla a ella, porque dentro de poco iba a tener un hijo. Esa nochebuena, mientras hablaba con ella, puse mi mano en su vientre inflado para sentir alguna patada de mi sobrino y, por casualidad, o tal vez no, le pregunté si también dejaría los zapatos de Valentín en la puerta para que Papá Noel le dejará los regalos, o le enseñaría desde pequeñito que el Viejito Pascuero no existía. “¿Quién te contó que no existe?”, me dijo. Yo sonreí, pensando que bromeaba...
Si mi hermana no volvió a dejar sus zapatos a la intemperie, no fue porque haya dejado de creer, sino porque aquel día comprendió que el Viejo Pascuero, en todos esos años nunca había dejado de pasar. Esa nochebuena, una lluvia abundante cayó sobre el pueblo... Mi hermana, al levantarse aquella mañana encontró sus zapatos, sus únicos zapatos, llenos de agua. Entonces supo lo que valía tener un par de zapatos... secos.
Cada 25 de diciembre, mi hermana salía de la cama muy temprano y corría ansiosa hacia la puerta, y como siempre, lo único que encontraba era un zapato, haciéndole compañía al otro. Y como siempre, a la decepción de no encontrar lo esperado, seguía la conformidad. Mi hermana terminaba justificando al Viejo Pascuero: que el Polo Norte estaba muy lejos o, simplemente, los regalos no le habían alcanzado. El próximo año seguro pasaría por el pueblo y se detendría ante nuestra puerta...
La navidad en que mi hermana tenía trece años no dejó sus zapatos afuera. Pensé, entonces, que le había llegado la hora de no creer más. Pero estaba equivocado. Descubrí mi error la navidad pasada, cuando viajé al pueblo para pasar las fiestas de fin de año en familia, y, sobre todo, para verla a ella, porque dentro de poco iba a tener un hijo. Esa nochebuena, mientras hablaba con ella, puse mi mano en su vientre inflado para sentir alguna patada de mi sobrino y, por casualidad, o tal vez no, le pregunté si también dejaría los zapatos de Valentín en la puerta para que Papá Noel le dejará los regalos, o le enseñaría desde pequeñito que el Viejito Pascuero no existía. “¿Quién te contó que no existe?”, me dijo. Yo sonreí, pensando que bromeaba...
Si mi hermana no volvió a dejar sus zapatos a la intemperie, no fue porque haya dejado de creer, sino porque aquel día comprendió que el Viejo Pascuero, en todos esos años nunca había dejado de pasar. Esa nochebuena, una lluvia abundante cayó sobre el pueblo... Mi hermana, al levantarse aquella mañana encontró sus zapatos, sus únicos zapatos, llenos de agua. Entonces supo lo que valía tener un par de zapatos... secos.
18 de diciembre de 2014
Cómplices
Nos lamentamos, hipócritas, de no haberlo visto venir.
Como cada tarde, vagábamos por las calles buscando alguna
aventura para matar el tiempo. Remigio, el tonto del pueblo, con tal de ser
parte del juego, se prestaba solícito a nuestros
sádicos caprichos, ya como blanco de los
pelotazos, ya como animal de carga… en fin, siempre como víctima. Ese día sería
un prisionero a quien debíamos rescatar de una muerte casi segura.
Después, cuando espantados contamos lo sucedido, nadie
dudó de nuestra versión: “Estábamos lejos, no lo vimos venir…”
“Es que por este pueblo” -agregó alguien para finiquitar
el asunto- “el tren pasa tarde, mal y nunca”.
1 de diciembre de 2014
Formas de escapar de la oficina
En la pantalla, un texto que
mis ojos se resisten a leer. En mi oreja izquierda suena una canción en inglés
que me traslada a paisajes que no conozco… playas desiertas, mañanas de
invierno y un corazón desabrigado. Un piano que se desgrana y una voz que me
susurra que estaríamos mejor en otra
parte, lejos, muy lejos. Llueve en el recoveco de mi oreja izquierda y hace
frío debajo de los escritorios y sobre los teclados, aunque afuera el sol proclame
el advenimiento del verano.
Y, al contrario de lo que
dice el texto que corrijo, este lunes necesita ventilación asistida.
El eco de la última nota
queda resonando en el limbo de las horas muertas…
10 de noviembre de 2014
La nave de los elegidos
Mientras la impía lluvia borraba la
rayuela en la que los hijos del patriarca solían entretenerse antes
del anuncio del diluvio, los últimos animales subían al arca llenos de
incertidumbre. Por su innata condición de pastor, al perro se le asignó la
tarea del embarque. Concluida esta misión,
subió a la nave de los elegidos y desde la puertecilla miró a los desdichados
que se quedarían abajo. Fue entonces que lo vio, desamparado y suplicante bajo
la lluvia demencial, y haciendo caso omiso de los designios divinos, con un
revoloteo de su noble cola, dejó que Noé y su prole subieran al arca.
27 de octubre de 2014
El infarto de los días (bonus track)
Después de no sé cuántos días he
resucitado, como Cristo, guardando las proporciones, eso sí. Ahora caigo en la
cuenta –y eso porque soy poquito dado a
las lecturas bíblicas– en que no sé qué cresta pasó con Jesús luego de su
resurrección. Pues nada, mi ignorancia me viene de perilla para describir mi
estado. Cristo se me perdió en este punto (o quizá antes… mucho antes). Y así
estoy, más perdido en la vida que Cristo resucitado. Eso sí, guardando las
proporciones.
Un catecismo oxidado y roñoso me
trae a la memoria una incierta ascensión a los cielos del personaje en cuestión.
Entonces ¿para qué resucitó?, me pregunto ni tan retóricamente...
Pues nada, que da igual, yo muy
sentadito a la diestra de dios padre no me veo. O sea, que en resumidas
cuentas, sigo perdido. Eso sí, que Jesucristo guarde las proporciones.
16 de octubre de 2014
El infarto de los días (Parte 4… y final)
Un tiempo de otro tiempo –no sé
si de ayer o mañana– se me cuela por las rendijas de la piel y una tibieza
(también de otro tiempo) me empapa el cuerpo. Muy cerca de mi cara, la mujer me
dice algo que no entiendo. La veo como en una escena de película muda… en cámara
lenta. Sin embargo, le sonrío. Su pelo se agita, su rostro se congestiona… su
boca respira en mi boca, mientras atravesamos raudos la histeria de la ciudad,
como si esta fuera nuestra última bacanal. En mi delirio pienso que tú y yo
podríamos habernos conocido antes. En una de esas, eras tú la historia de amor
que me quedé debiendo. ¿Ya no es tiempo, verdad? Intento capturar tus agitadas
manos que hurguetean en mi pecho. Interrumpes un instante las maniobras seudoamorosas
y me miras. Noto preocupación, casi angustia, en tu mirada. Por eso cambio el
discurso, ese que solo pienso porque tu boca intermitente no me deja hablar, y
te digo que olvides nuestra historia de amor que no fue, que a estas alturas
poco importa, que los amores de última hora tienen el mismo poco valor que los
arrepentimientos in artículo mortis… y que aprovechemos el instante final, el
orgasmo del alma, ese que se derrama por todas las rendijas de la piel, por la
boca, los ojos, el ombligo, por la punta de los dedos, por los caracoles de las
orejas… entonces sobreviene el silencio, la calma… la niebla del cigarrito.
Desde la azotea observo la danza
fúnebre de las ambulancias que atraviesan la ciudad, pero ya no distingo en
cuál de ellas viaja mi cuerpo. Tampoco recuerdo el rostro de la enfermera. Es
sorprendente la mala memoria que tienen los muertos.
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