8 de enero de 2009

¿Quieres ser Jude Law?

Quiere ser Jude Law. Él Quiere ser Jude Law en esa película en que es administrador de un café muy de película, porque nunca hay clientes y siempre está por cerrar. En verdad, querría ser cualquier actor, pero quiere ser Jude Law porque es el protagonista de la película que terminó de ver hace un rato. En verdad, quiere ser un personaje de película. Quiere ser otro. Quiere ser un otro a quien le pase algo. Porque hace algunas semanas que está encerrado en casa, y cuando alguien se encierra en casa no pasa nada más que la rutina. Y la rutina se convierte en un rito odioso. Y los ritos odiosos, y las rutinas de mierda, no son historias para contar. Porque es distinto que a Jude Law no le pase nada, porque, como es película, al final seguro algo le ocurre.

Ël, sin embargo, llegará al final del día sin que le haya ocurrido nada. O sí, porque cuando no pasa nada, todo ocurre: el café de la mañana, la tostada. Y ocurren lentamente. Y luego -hasta la madrugada- le ocurre el libro de medicina que debe corregir para entregar antes de que acabe el mes. A ratos ocurre que come. A ratos, acaricia a sus perros.

Pero claro, ahora quiere ser Jude Law, porque desde hace dos días que ni la cabeza ni el cuerpo le responden muy bien. Entonces decide ver una película, y aunque Jude Law es un tipo tan solo como él, quiere serlo porque el guión, a Jude Law, le será favorable. El guión, los ángulos y lo planos…

Los ritos rutinarios y solitarios de Jude Law resultan poéticos. Los suyos en cambio, con el transcurrir de los días de encierro, han empezado a convertirse en certezas. Una taza con restos de café en el fondo del lavaplatos, una cuchara abandonada a su lado. Un vaso. Una servilleta arrugada. Un mantel doblado en muchas partes en la esquina de la mesa. Todo en su única unidad, Todo en singular. Lo único plural son las hojas del libro que corrige, los lápices… las migas de pan, que ocupan el resto de la superficie de la mesa.

De pronto, se da cuenta que no sabe si es miércoles o jueves. Se da cuenta que tampoco le importa. Se da cuenta que otra vez es la madrugada. Se da cuenta que está cansado… se da cuenta que nunca será Jude Law.



19 de noviembre de 2008

(Sin título)
...
Ese jueves no fue la excepción a mi fe en las duchas milagrosas, incluso quise renovarla y decidí darme un largo baño de tina. No imaginaba que sería más largo de lo que pensaba. Mientras la bañera se llenaba, me preparé un café, fumándome el cuarto o quinto cigarro del día. Terminé de bebérmelo apoyado en el lavamanos, justo cuando el agua alcanzaba un nivel apropiado. Me metí a la bañera con el resto de pitillo que me quedaba apretado entre los labios, y me estiré, no del todo, porque mi cuerpo es más largo que la bañera, por eso quedó como esos Cristos crucificados, con unas rodillas flacas medio dobladas hacia un lado. A los pocos segundos, la nuca comenzó a dolerme y, por no tener a mano nada mejor, cogí el calzoncillo que me había sacado, lo doblé y lo acomodé entre la dura superficie y mi cabeza.

Al principio el agua tibia, casi caliente, me hizo olvidar, por un largo rato, que existía un mundo más allá de la frontera de mi cuerpo. La tibieza siempre ha sido para mí uno de los mayores placeres, casi un vicio, y si no sonara ridículo hasta diría que tiene algún efecto sicotrópico. Y con esa agradable sensación de abandono, no sé bien si me dormí o perdí la conciencia. El asunto es que cuando recobré el sentido, sentí en mi cuerpo la modorra aquella que me impide levantarme tantas veces; reconocí también, con rabia, el baño, con los artefactos y azulejos de siempre. Otra vez había perdido la fe y había recobrado la noción del tiempo. Tenía frío, el agua se había helado, pero era incapaz de salir de la bañera, como antes no había podido levantarme de la cama. En medio del agua, por allá donde asomaban las rótulas entumidas de Cristo, la colilla del cigarro flotaba a la deriva.

Comenzaba a tiritar, cuando sentí que alguien abría la puerta. Había olvidado que era jueves y Rosa venía a limpiar y ordenar mis últimos siete días. Entonces caí en la cuenta que llevaba más de dos horas metido en el agua. Creo que muy adentro de mí, me alegré de su llegada casi sin querer reconocerlo. Escuché la puerta cerrarse y sus pasos entrando a la casa. Luego, un leve ruido de bolsa plástica. La imaginé sacando el delantal de esa bolsa, y poniéndoselo con calma. La vi amarrándose el pelo… De pronto, el sonido de la radio que se enciende hizo que desaparecieran esas imágenes de mi cabeza. Busca una emisora hasta que encuentra una canción que le gusta. Pensé: Ojalá comience a limpiar por el baño, para que me encuentre, o que al menos tenga ganas de mear. Necesito que me encuentre. Tengo frío. Ni siquiera tendrá que abrir la puerta, cuando vives solo, nada más la puerta de entrada tiene sentido.


6 de noviembre de 2008

Lo raro de soñar

En medio de la noche, lo despertó un grito sordo, gutural. –Ayúdenme-. No tardó en darse cuenta que quien gritaba era él mismo. Y, aunque a los pocos segundos ya no recordaba lo que había soñado, no se atrevía a cerrar los ojos para volver a dormirse. La sensación de miedo y los desarticulados latidos de su corazón se lo impedían. Estiró la mano hasta el velador, cogió el teléfono y vio la hora. Cuatro de la mañana. Faltaban, al menos, dos horas para que comenzara a amanecer. Se revolvió inquieto, las sábanas se le habían enredado en las piernas y tuvo que luchar para liberarse de ellas. Definitivamente ya no podría volver a dormirse. Decidió levantarse y, sin encender la luz, como si temiese ser visto, comenzó a recorrer la casa. Si alguien lo hubiese observado, pensaría que buscaba algo… la razón de su desasosiego, tal vez, la causa de su pesadilla. Caminó hasta la sala y se detuvo a los pocos pasos, intentando adivinar los objetos en la penumbra. -Si estiro una mano- se dijo -tocaré el estante de los libros. Y en efecto, así lo hizo y sintió la textura de la madera en sus dedos. Dio unos pasos más y se paró detrás de donde debería estar el sillón de cuero negro. Y sí, estaba allí, y palpó el respaldo como lo haría un ciego. Se desvió un poco a la derecha, buscando la mesa del comedor. Aparentemente, todo estaba en su lugar. Entonces avanzó hasta el ventanal, guiado por una delgada línea de luz que se colaba desde el exterior. Descorrió un poco la cortina. Afuera, una espesa niebla cubría la ciudad, y se hacía evidente en los haces de luz que proyectaban las farolas del alumbrado público. Miró hacia un extremo de la calle. Sólo había silencio y soledad. Sintió, en ese instante, que el mundo estaba deshabitado. Cuando giró la cabeza hacia el otro lado supo lo que era sentir que la sangre se congele en las venas. Y, aunque la figura que vio en medio de la calle, caminando hacia la avenida, le daba la espalda, pudo reconocerse en ella. –Mierda- exclamó entre dientes- me volví a dormir. Intentó, a partir de ese momento, dominar su pesadilla. Caminó muy despacio hacia su habitación, siempre a oscuras, para no despertar al que dormía. Si lo hacía, temía que su cuerpo, en triplicado, quedara vagando por la eternidad en el limbo de los malos sueños. Sin embargo, al cruzar el umbral de la puerta de su dormitorio, instintivamente -como se suele hacer cuando uno está despierto- encendió la luz y miró hacia su cama…Sólo entonces comprendió que no estaba soñando.

30 de octubre de 2008

Últimos días de octubre

Esa tarde, en el café de siempre, o de casi siempre, sus ojos me hablaron una vez más de la tristeza que su boca nunca quiso contarme. Sus ojos siempre hablaban de tristeza; su boca, en cambio, sonreía lo más del tiempo, enseñando unos dientes pequeños y chuecos como si fueran fragmentos de una risa ajena.

Y, aunque hablaba de cosas intrascendentes, en cada palabra, en cada frase, parecía que el alma quería escapársele por los ojos. Y por las manos, que se movían como queriendo extraer respuestas del aire.

De pronto, su semblante cambio. Sus manos dejaron de revolver el espacio, aterrizaron en la mesa, y con un dedo comenzó a dibujar el contorno de la taza ya vacía…

-Mi sonrisa es de mentira- dijo-. Sonrío por costumbre, así como digo “bien”, cada vez que me preguntan cómo estoy. De este modo, te ahorras un montón de explicaciones que nadie quiere oír.

Me dieron ganas de decirle algo cariñoso, como tarado o imbécil, (siempre uso adjetivos ofensivos para demostrar afecto; los verdaderamente cariñosos me da una vergüenza tremenda pronunciarlos), y tuve el impulso de revolverle el cabello como se hace con un niño que ha dicho una tontera. Callé, sin embargo, contuve el impulso y sólo sonreí… por costumbre.

La música dejó de sonar, y en el breve silencio que flota entre una canción y otra, se quedó pensando y dijo:

-La vida no tiene banda sonora.

Luego, pagué la cuenta, y me marché… tan solo como había llegado, sin banda sonora, pero con esa molestosa voz “en off” que nunca me deja en paz.

23 de octubre de 2008

Suspiro limeño

-Buenos días, mi niño.

Dejó la bandeja con el desayuno en el velador. Subió la persiana y la habitación se llenó con las primeras luces del domingo. El pequeño se revolvió en la cama y sonrió.

-¿Cómo amaneció, mi niño?

Ella besó su frente y se despidió hasta la noche.

La micro la dejó en la estación Escuela Militar. En Baquedano hizo la combinación hacia Plaza de Armas, donde se bajó. En Catedral con Puente saludó a sus amigas sin detenerse. Se dirigió al centro de llamados, intercambió algunas palabras con el encargado, marcó el código 51-1…

Al otro lado, una mano pequeña descolgó el aparato…

-Buenos días, mi niño, ¿cómo amaneció…?


(Dedicado a las inmigrantes peruanas, que dejan a sus hijos en su país, para venir a Chile a cuidar hijos ajenos).



14 de octubre de 2008

(Sin título)
...
Últimamente llega tarde casi todos los días, así que puede que todavía llegue…

Siempre, antes de empezar la clase -antes de saludar, incluso- escribe algo en el pizarrón: citas, versos, títulos de libros, o algún titular del diario de la mañana. A veces, una pregunta: “¿Sabes quién fue Flora Tristán?” o “¿Quién fue Rosa Parks?”. Ahora, en el pizarrón, están los rastros de la última clase de ayer, unas fórmulas matemáticas que no entenderé nunca. Mal por mí. El profesor dice que las matemáticas son más útiles para vivir. Que la historia (que es lo que él enseña) y la literatura no sirven de mucho, pero yo no le creo…. Yo prefiero sus citas a las fórmulas matemáticas, que no me dicen nada.

Cuando él empieza a escribir, con la mano derecha en el bolsillo de atrás del pantalón, en la sala reina el caos y el bullicio. Pero, poco a poco, el silencio comienza a ganar la batalla, y hasta se puede sentir el ruido que hace la tiza al rozar la superficie del pizarrón. Y cuando termina la frase, el curso está quieto y atento. En ese instante, siento el sonido de las dos rayitas que cierran las comillas y el golpecito del punto final. Entonces, anoto la frase en mi cuaderno…

Es tarde. Hoy no vendrá. Busco en mi cuaderno. La clase anterior escribió:

”El corazón, si pudiera pensar, se pararía”…(*)
...
...
(*) La cita final pertenece a Fernando Pessoa, en "El Libro del Desasosiego".

27 de septiembre de 2008

Ciberparaíso
...
Apoyada en la baranda, Eva cuenta los trenes que pasan. No es la única que espera, pero sí la que lleva más tiempo en la estación. Nerviosa, piensa que es absurdo haber acudido a esa cita. Se habían conocido en el más marginal de los paraísos. Él se llamaba Adán y naufragaba; ella había recogido la botella con su mensaje...

Poco a poco, la estación se fue quedando vacía. Un guardia se le acerca para decirle que es hora de cerrar. Eva lo mira, y sin decir nada, se marcha. Afuera, ya es de noche y hace frío. Los últimos transeúntes caminan de prisa y encogidos. De pronto, Eva reconoce su gorda imagen en los vidrios de un escaparate. Entonces, tiene la certeza de que Adán sí acudió a la cita...


22 de septiembre de 2008

Mejor así

-Tú y yo podríamos enamorarnos.

Dijo esto mientras terminaba de vestirse frente al espejo del armario. Sin embargo, cuando vio que la imagen de la mujer -recostada y desnuda allá en el fondo del espejo- comenzaba a sonreír, con la misma tranquilidad con la que se anudaba la corbata, agregó:

-Pero para qué vamos a complicar las cosas.


12 de septiembre de 2008

No duermas tanto

No duermas tanto, me dice, que te puedes acostumbrar a morir. La miro extrañado, pues creo que la frasecita es un tanto densa para motivarte a salir de la cama. Sin embargo, le hago caso; me incorporo con dificultad y siento el frío del piso en mis pies, que se encogen como gusanos asustados. Ella me toma del mentón y me obliga a mirarla y me pregunta: “¿Me quieres…?”. Cuando recién me despierto, la voz me sale como de ultratumba, así que por no hablar y por no encontrar una mejor respuesta, sólo sonrío tontamente.

Camino los trece pasos que hay desde mi cama al baño. Sin mirarme al espejo, me lavo la cara con una inusitada energía, para ver si el agua fría, o la rabia, consigue despertarme. Alzo el rostro y miro detenidamente mi reflejo… las gotas resbalan indiferentes piel abajo. Sigo siendo el mismo de ayer, y de antes de ayer… Ella también observa mi imagen en el espejo, y me sonríe, no sé si por condescendencia o porque todavía espera una respuesta, que ni puta gana tengo de darle.

Me sigue al dormitorio, y me mira vestirme con la misma ropa de hace varios días, pero no dice nada. Es más, ella misma recoge del suelo los calcetines, los desovilla y me los alcanza. Cuando me siento en la cama para ponérmelos, una mano fría se desliza por mi espalda aún desnuda, y me hace estremecer. Vuelve a coger mi cabeza para que la mire y me dice: “¿Te gusta…?”. Esta vez ni siquiera sonrío tontamente, sólo termino de vestirme y voy a prepararme un café.

Mientras espero que la tetera hierva, pongo la radio, y -en tanto abro y cierro puertas buscando una taza, una cuchara, azúcar- el locutor da la hora: 4 de la mañana con 30 minutos.

Entonces caigo en la cuenta de que vivo solo, que desde hace más de una semana que no he salido de la casa, y que no he visto ni he hablado con nadie… ella, apoyada en el marco de la puerta de la cocina, se encoge de hombros.

-Vale- le digo - deja, al menos, que me tome el café…

6 de septiembre de 2008

(Sin título)
...
El brazo, con la lentitud de una grúa, vuelve por el encendedor. Creo que esta tarea será más difícil, pues ni siquiera sé si está en el velador. Ahora toco un libro. Éste sí lo recuerdo, lleva ahí, probablemente en la misma posición, más de un mes. “El libro del desasosiego”. Mis dedos se tropiezan con el cenicero –hondo, redondo y azul-. El artilugio debería estar por ahí, completando la trilogía del vicio: cigarrillos, cenicero, encendedor. Pero no. Seguro quedó en el bolsillo del pantalón. El brazo-grúa deja el velador y baja en busca del pantalón que debería yacer amontonado al costado de la cama, justo donde me lo saqué. El resto de la ropa está esparcida también por el piso, por esa mala costumbre mía de lanzarla a cualquier parte cuando me desvisto sin ganas. Ahora sí debo doblar un poco el tronco para alcanzar los pantalones, porque están más o menos en la mitad de la cama. Camino con los dedos por el piso frío y llego hasta la anhelada prenda. Hurgo en un bolsillo y, aleluya, lo he encontrado a la primera. Mi suerte, al parecer, empieza a cambiar. ¿Será acaso una señal de que sí debo levantarme? La llama aparece con el tercer chasquido. Fumo. Aspiro profundamente, y me concentro en la brasa que se aviva, por allá, en la lejana punta del cigarro. Las volutas de humo ascienden con la calma que las caracteriza y la habitación se hace difusa. La escena en la que me encuentro no parece estar ocurriendo…es como si fuera un recuerdo. Un mal recuerdo.

28 de agosto de 2008

Porque este es mi cuerpo
Fotografía, Francisco Valdés

Había llegado un poco vivo.

Cuando el aparato encargado de enviar señales de vida se hizo línea continua, tal como él lo había pedido -expresa y tajantemente- comenzó el despojo. Y así, en una desesperada carrera de relevos, los riñones arrancados pasaron de mano en mano hasta llegar a las cuencas enfermas de otros cuerpos. Lo mismo ocurrió con el resto de los órganos: hígado, páncreas, pulmones, córneas, huesos, válvulas insospechadas.

Todo lo donable había sido donado. Todo, menos -expresa y tajantemente- el corazón.

El corazón no, había dicho… el corazón, que se pudra.




A pesar del sol
(o el difícil arte de limpiar la casa)

Es jueves. Mediodía…
Me he levantado tarde. Muy tarde
El sol se pierde allá, afuera
sin tocarme
Aquí, adentro
el silencio gana todas las batallas

Debería hacer algo…

Limpiar, tal vez. Despejar la cocina...

bañar los platos
espantar el polvo

Ordenar la vida de este lado
la que no se escribe con palabras…

(la que se esconde tras los platos sucios
y el polvo acumulado).


15 de agosto de 2008

"Esto es un asalto"

Era poco antes de la medianoche. Lo recuerdo bien, porque a esa hora yo entregaba el turno. Él llevaba un rato en la esquina y se paseaba nervioso. Primero pensé que esperaba a alguien, pero como pasó mucho tiempo y ni siquiera miraba la hora, empecé a sospechar. Entonces fui yo la que me puse nerviosa, porque además debía hacer caja y, aunque siempre hay un guardia en el local, si te quieren asaltar, los delincuentes siempre se las arreglan.

Serían poco más de las once cuando llegué a la esquina donde está el minimarket. Hacía más frío que la cresta, así que pa’ calentar el cuerpo comencé a pasearme de un lado a otro. Y bueno, también pa’ calmar un poco los nervios, porque nunca había hecho una cosa así. La primera vez, ya se sabe, es la más difícil. “Pobreza obliga”, pensé para mis adentros, dándome ánimo, porque tampoco estaba tan convencido de querer hacerlo.

El tipo, de tanto en tanto, echaba una ojeada hacía adentro, y seguía con la mirada a los clientes que entraban y salían. No debe haber sido mayor que yo. De apariencia no se veía tan mal, vestía como un joven cualquiera, jeans y zapatillas, era flaco y no muy alto. Y tenía frío, porque no iba muy abrigado para ser invierno, sólo llevaba una chaqueta de mezclilla, una bufanda y una gorra con visera. Su cara, a esa distancia no la podía ver bien, pero era blanco, casi pálido. A lo mejor era por el frío. Yo me fijé bien en todo, mientras atendía a los clientes, por si más tarde me tocaba describírselo a los a los carabineros.

Y mientras me decidía, miraba a los clientes que entraban y salían, esperando el momento que no hubiera nadie. La vendedora parece que algo sospechó, porque me miraba intentando disimular. Era una mujer joven, como de mi edad. No era nada de fea, aunque a esa distancia no la distinguía muy bien. El uniforme, eso sí, no la favorecía: un delantal blanco y un gorro, también blanco, que le escondía el pelo. En un momento se cruzaron nuestras miradas y casi me arrepentí… caminé hasta perderme de vista, pero regresé a la esquina.

Por un momento se cruzaron nuestras miradas y yo me quedé helada, miré hacia otro lado y cuando volví a mirar, él había desaparecido. Justo en ese momento el local se quedó vacío y llamé al guardia, pero para mi mala suerte había ido al baño sin avisarme.

Le pregunté la hora a un hombre que pasaba. Faltaba un cuarto para las doce. Es ahora o nunca, pensé. Y, armándome de un valor que no tenía, me decidí a entrar.

Pero volvió a aparecer. Vi que le preguntaba la hora a alguien y comenzó a caminar hacia el minimarket. Llamé al guardia, aparentando tranquilidad, pero éste no apareció. Él ya estaba entrando…

Respiré hondo y a dos pasos de la entrada las puertas se abrieron mágicamente. Caminé hacia la vendedora aparentando seguridad, con una mano en el bolsillo de la chaqueta y la otra en la espalda, para sacar la pistola del pantalón. Ella me miró resignada…

Caminó hacia mí y no me pareció un asaltante, aunque supe que venía a eso. Su rostro pálido y un incierto temor en sus ojos me tranquilizaron. Puso un papel arrugado en el mesón, escrito con lápiz pasta: “Esto es un asalto tengo una pistola…”

Puse el papel sobre el mesón y mientras ella lo leía se iba poniendo pálida. Después me miró extrañada, pero, con calma, hizo lo que decía la nota.

Terminé de leer el papel y lo miré, no sé si desconcertada o con tristeza, y tranquilamente coloqué en una bolsa lo que me pedía: “un sandwish de cualquier cosa, una coca cola y cigarros”. De todo puse dos cosas. Le entregué la bolsa… y cuando ya se marchaba lo llamé…

Me entregó la bolsa y, cuando me daba la vuelta para irme, sentí que me decía: “Espera…”. Y me pasó un chocolate, la barra más grande de uno de esos con almendras…

“Esto va por mi cuenta”, le dije. Entonces, él me miró a los ojos unos segundos y por primera y única vez escuché su voz (su temblorosa voz). Después salió huyendo…

“Gracias”, le dije. Y creí ver en sus ojos ese brillito previo al llanto. Y salí huyendo.



1 de agosto de 2008

Parece que nos estamos muriendo

-Parece que nos estamos muriendo, hermanito- escuchó que le decía el hombre que estaba tendido a su lado.

Sintió que el sol desaparecía y abrió los ojos lentamente. Y era verdad, el sol les había dado una tregua, escondiéndose detrás de un cielo desteñido. Trató de recordar los días que habían pasado desde la partida… una semana tal vez. Sin embargo, el viaje había comenzado mucho antes, en el momento de su nacimiento, o antes incluso, porque su madre ya lo llevaba en el vientre cuando tuvo que huir de su país.

-Eso, desde que nos parieron, amigo- le respondió como para tranquilizarlo.

Pero era cierto, eso pensaba, que había quienes nacían para comenzar a vivir, y que otros, en cambio, como él y todos los que yacían a su lado, nacían y empezaban a morir.

El viento de lo alto alargaba y deformaba las nubes. En la aldea -aquella aldea que había aparecido de la nada, y que era poco más que eso- las nubes habían desaparecido hacía unos cuantos años. Por este motivo pensó que el cielo nublado que ahora lo cubría era un buen presagio, que a optimista no se la ganaba nadie. Había sido también ese optimismo, y las ganas de no seguir muriendo la razón que lo había impulsado a realizar el gran viaje.

-Te imaginas si lloviera- volvió a hablarle el hombre del costado.

La última vez que llovió en la aldea había sido una fiesta. El agua caía como maná, como arroz, como pan. Recordó a sus hermanos pequeños danzando junto a los otros niños. Pero, por sobre todo, recordó a su madre; el rostro de su madre mirando hacia el cielo, (como miraba él ese cielo ahora, aunque no quisiera) con los ojos entrecerrados, los brazos en cruz y el agua rebotando en las palmas de sus manos y resbalando por su cara y su vestido; su madre, estática, como una estatua agradecida…

Imaginaba, claro que imaginaba. Si lloviera…

Apenas fue consciente, y eso ocurrió muy temprano, supo que debía marcharse. Desde aquel momento vivió sólo para ese viaje. Fueron años de trabajo para comprar un incierto billete, para un futuro que el creía cierto. Y, cuando al fin llegó el día de partir, no lo dudó, poco tenía que perder, y comenzó la travesía en la que debía cruzar más de un desierto.

El viento arrastró las nubes lejos de ahí, y sobre la piel quemada de los hombres, el sol volvió a arder.

-Parece que no lo lograremos, hermanito- le dijo, con una voz apenas audible, su compañero.


La víspera de la partida, su madre lo había abrazado largamente. Ninguno de los dos lloró, que también la sequía había llegado a los ojos.

-Prometí a mi madre que lo iba a lograr, y que regresaría a la aldea después…

Intentó adivinar cuánto tiempo habría pasado desde la partida…dos semanas tal vez. Su compañero hablaba cada vez menos, y cuando lo hacía, más bien deliraba.

-Resista, hermanito, que parece que queda poco- le dijo él- ¿qué no oye cómo cantan los pájaros? Pero el hermanito no le respondía.

Otra noche caía sobre ellos. La embarcación comenzó a moverse más de lo habitual y un viento fresco, como una bendición, se coló por entre los cuerpos amontonados. Y así, algo más aliviado consiguió, después de muchas horas, dormir un poco. Y soñó. Y en su sueño volvía a llover en la aldea. Llovía como nunca había llovido. Y en su sueño vio a su madre como aquella vez, con los brazos abiertos, recibiendo la lluvia, el arroz, el pan. Porque era eso lo que llovía en su sueño, mucho pan, mucho arroz. Y los niños de la aldea, en su sueño, bailaban salpicando infinitos granos de arroz. Y su madre, en el sueño, le decía que regresara, que ahora no hacía falta que se marchara… ¿acaso no ves, hijito, como llueve arroz sobre nosotros? Y estrellas, madre, mire cuántas estrellas caen sobre mis ojos, madre.

Se despertó sobresaltado. Pensó que seguía soñando. Cientos de destellos luminosos no le dejaban ver con claridad lo que ocurría. Se incorporó con dificultad, apoyándose en su compañero y en la baranda de la embarcación, mientras una voz fuerte y extraña, que salía de un megáfono, lo conminaba no sabía a qué.

Fue entonces que lo vi. (Dios mío, si todavía era un niño). Mientras con una mano se cubría el rostro para protegerse de los flashes, con la otra se afirmaba del cayuco para no caerse. Luego, volvió a agacharse, y cuando comenzó a sacudir el cuerpo muerto de uno de sus compañeros, vi, dibujado en su rostro, todo el miedo que la humanidad es capaz de infundir. Entonces, bajé mi cámara, me metí al agua y caminé los pocos metros que me separaban del cayuco. Los flashes seguían disparando, inescrupulosamente, su carga noticiosa. Él, arrodillado al lado de su compañero, le hablaba como si estuviese vivo, en una lengua que ninguno de los que estábamos allí habría podido identificar, porque era la lengua de los pueblos olvidados de África. Alargué instintivamente mi mano y toqué su hombro. Él me miró, y ya no era miedo lo que había en sus ojos, sino desconcierto.

-Bienvenido a Europa, hermanito- le dije, sin poder parar de llorar.




27 de julio de 2008

Fado

Llovía…

Cogió la Rua Rodrigo da Fonseca y comenzó a caminar en dirección al río. Sin embargo, pronto se dejó llevar por el encanto de diversas y estrechas calles que la desviaron de la ruta trazada en su mapa turístico. A medida que se perdía en el corazón de barrios descascarados, iba descubriendo rincones con antiguos balcones de fierro, y ventanas con maceteros de geranios maltrechos pero alegres. Su curiosidad y su hábito de viajera consumada, la llevaron por infinitos recovecos, donde la ropa tendida bajo la lluvia lloraba, tal vez, las penas de dueños pobres. Frente a una de estas casas se detuvo un largo rato. Contemplaba, sin darse cuenta, pequeñas prendas de ropa, y, sin darse cuenta también, lloraba, como la ropa, por la herida. Estaba en eso cuando sintió, a lo lejos primero, una voz que la interpelaba en una lengua extraña. Luego reaccionó y vio a un joven, que desde debajo de un paraguas verde como el de ella, le preguntaba algo en portugués. Sí, dijo ella, sin entender nada, y secándose las lágrimas con el dorso de la mano, agregó… estoy perdida.

La lluvia siguió cantando fados todo el día.


18 de julio de 2008

Escalofrío

Hago fila para comprar el pan en el supermercado del barrio. Detrás de mí, dos mujeres conversan.

-Pobre hombre, no tenía casa, no tenía hijos…
-No tenía nada.

Por un helado segundo pensé que hablaban de mí.



8 de julio de 2008

Diez trenes más

¿En qué momento la vida se me fue de las manos? ¿Cuándo fue que no quise levantarme más? ¿Cómo fue que llegué a este estado tan parecido a una catástrofe?

Duermo en camas deshechas… ¿Alguien puede limpiar mi casa? ¿Alguien puede pasarle un trapito mojado a mi alma? Mi cuerpo vaga por el laberinto de los días… Mi corazón agoniza en el velador… Ay… Un ay mudo se esconde entre mis costillas. Ay… y se confunde con los pensamientos, con los latidos sin ganas de un corazón a punto de jubilar… Mi corazón dará migas de pan a las palomas en una plaza fantasma, allá muy dentro de mí…

Me lanzó todas esas tonteras como si fuese una oración desquiciada. Y yo lo escuchaba, sin saber qué decir, mientras agarraba fuertemente su brazo. Igual me habría gustado tener alguna palabra de consuelo… decirle lo típico, que todo va a estar bien. No sé, esas cosas que se les dice a los desesperados, pero que en esos momentos me parecen tan sin sentido. Así que callé y no encontré nada mejor que decirle que contara diez trenes más, y si seguía pensando lo mismo, que yo creía que hacía bien en tirarse…

Yo pienso que la gente triste, al punto de la enajenación, que vive solo para su tristeza, hace bien en matarse. Soy partidario de todas las muertes deseadas: de las autoinferidas, de las eutanasias, de los crímenes mutuos…

Lo llevé tras la línea amarilla, que en las estaciones del metro está pintada como un límite real entre la vida y la muerte, pero que es imaginaria en todos los otros territorios de la existencia. Él ya había traspasado todas las otras líneas amarillas de su vida. Esto lo supe a largo de las largas horas que siguieron al instante en que, por instinto, cogí su brazo…

Sentados, como dos amigos, en un andén que se vaciaba y llenaba de gente cada cinco minutos, me contó que vivía solo, que estaba solo, que comía solo, que bebía solo, que lloraba solo… que era solo… y más. Así, tal cual. Su desordenado discurso era lo más coherente en él, escuchar esa retahíla de palabras que salía de su boca como si fuesen sus babas, era lo único que tenía sentido en su vida. Sin embargo, yo lo comprendía.

Luego, sentado junto a él en las escaleras, supe, entre multitudes intermitentes, que llevaba años calcando los días, las horas, los minutos. Interpreté sus palabras como la rutina cotidiana, que no era muy distinta a la mía y a la de tantos otros. Pero claro, a él le importaba y a mí me daba lo mismo, o si me importaba no me daba cuenta. Mis sábados son todos iguales -me dijo- a mis domingos. Pero cresta, pensé, son suyos… yo nunca le había puesto el posesivo a los días de la semana… todos eran ajenos. No habló de sus lunes ni de sus martes ni del resto de sus días hábiles, y yo no quise preguntarle, pues supuse que serían peores, o más aún, que no existían. A lo mejor él sólo existía los fines de semana… un poco.

Apoyados en la baranda, mirábamos los trenes de su destino. Ya habían pasado mucho más de diez. Ascendíamos como si viniésemos del purgatorio… y pensé en el infierno del Dante, que lugar común y todo, me pareció macabramente real. Ahí continuó su historia. A veces, era una historia muda, porque el ruido de los trenes no me dejaba oír, y solo veía el movimiento de su boca. Pero que más daba que lo escuchara o no. Lo importante era que él hablara y que tuviera un interlocutor de carne y hueso. Escuché nombres propios, frases sueltas, y verbos conjugados en pasado. Su rostro no mostraba emociones, sus palabras tampoco. Era como un actor memorizando textos en un teatro vacío.

No era feo…

En el último círculo concéntrico de nuestro ascenso, en un café cercano a la estación, donde lo invité, me habló de amor, de “no amor” más bien. Me habló de bocas que no había besado. Y sí, él hablaba así… bien poco cotidiano, con comas mal puestas, y muchos puntos seguidos que parecían apartes. En un momento me preguntó a qué sabían los besos que no se daban. Pensé que era una pregunta al viento, o retórica que le dicen, pero me interpeló directamente, repitiéndola… Y yo pensé: “A nada…”. Fue lo más lógico y rápido que se me vino a la cabeza. Pero me escuché diciendo: “A ausencia”… Cresta, me dije, me estoy contagiando con este loco. Y él como que se conformó con mi respuesta, porque continuó su discurso por los mismos derroteros del desamor y los besos no dados. Quise preguntarle si acaso nunca había besado, pero preferí no darle cuerda. Me dijo que no dormía, y yo le creí, pues tenía unas ojeras azulosas que se marcaban más aún, por lo pálido de su piel… -Para no soñar- prosiguió, y eso, no sé por qué, me pareció lo más fuerte de todo aquello que le había oído. Intenté recordar algún sueño mío para contárselo, pero no hubo caso, tampoco me daba como para inventar uno, siempre he sido malo para imaginar.

Pedí otros dos cafés. Era extraño, pero se bebía su café con un vago entusiasmo, como saboreando un último deseo, y bien dulce. Eso también me pareció extraño. Yo siempre lo he tomado sin azúcar.

Se hacía cada vez más noche. Pronto cerrarían el café… le pregunté qué haría, y por primera vez su rostro mostró algo parecido a una sonrisa. Ahora pienso que tal vez haya sido una mueca de incertidumbre. Le dije que yo debía marcharme, lo que era cierto, pero la verdad no llegaría tarde a parte alguna, y tampoco nadie me esperaba en ninguna otra. Caminamos en silencio hasta la boca del metro. Él me había dicho que tomaría el último tren. Yo decidí no acompañarlo e irme en micro. Me dio la mano sin decir nada y mientras se perdía escaleras abajo, pensé: “Si ahora se mata, no armará tanto escándalo”. Y no lo pensé fríamente, por los trastornos que causan los suicidas en las rutinas de los demás pasajeros del metro, sino por él, para que su espectáculo no tuviera tantos espectadores. Él, ¿cómo se llamaría él? Nunca sabría su nombre ¿Importaba? Tampoco le había dicho el mío.

¿En qué momento la vida se me fue de las manos? ¿Cuándo fue que no quise levantarme más? ¿Cómo fue que llegué a este estado tan parecido a una catástrofe?

Pienso todo eso, y espero que un desconocido se me acerqué y me diga que todo va a estar bien… que me diga que cuente diez trenes más…






7 de julio de 2008

Verdades como hielo

Era de madrugada... una luz mezquina se colaba por la persiana, dibujando sombras geométricas en las paredes del dormitorio. No podía ver sus ojos... me tardé un silencio largo en responder, no era nada fácil.

-Sí- le dije.

Y ese ´"sí", que seguramente ella no quería oír, fue el principio del final.

30 de junio de 2008

Life vest under your seat...
Para Marta...

... El abandono deja cicatrices profundas. Hablo d'en Padú... y aunque yo lo quiero así, con todas sus heridas, deseo profundamente que se cure, porque él está del lado de la vida, y la vida debería devolverle la mano. Le he dicho en secreto, en su orejitas grandes, que ganaremos todas las batallas, pero a veces siento que me faltan las fuerzas para acompañarlo... pero sólo a veces.
Sigo levantándome cada día, le doy sus vitaminas, beso sus heridas... a veces también, lloro... pero sólo a veces. Pese a todo, sigue siendo bello. En ocasiones como ésta, pienso que sería bueno creer, así podría pedir a un buen dios que lo ayude. Entonces, en un descuido de mis orejas (que no son tan grandes como las de él) me las lame, como si me dijera: ganaremos todas las batallas...

Y nada. Salir de casa sigue siendo otra batalla dura... a pesar del sol.

Ayer compré chocolate, para desdibujar la ausencia, que el vacío, allá -al otro lado de la mesa- dibuja. Y lo escondo de nadie, para que parezca que no estoy solo.

Y miro la cordillera, cuando el humo la deja ver, y recuerdo entonces que no tengo a mano la cámara para cumplir promesas de nieve fría y blanca, que eso nunca ha dejado de serlo la nieve.

Pues eso, que la vida se enfría por los pies, y se entibia por los perros, que se empeñan en creer que vivir es bello. Y hoy, querida amiga, yo les creo.

... Ayer compré chocolate. Esta mañana he abierto el escondite secreto, he saboreado un pedacito, y justo en ese momento comenzó a sonar muy dentro de mí -no sé bien si en una aurícula o un ventrículo- aquel pegajoso estribillo:

Life vest under your seat, chalecos salvavidas bajo su asiento...

6 de abril de 2008

Ciudades sin nombre

Inevitablemente, después de la copa que comenzaba a nublarle la razón, la conversación tomaba el rumbo de la nostalgia. Todo lo que yo conocía de él lo descubrí en esas noches de charlas interminables, las que muchas veces se transformaban en el delirante monólogo de un clown que había extraviado la risa. A mí me gustaba escucharlo. Esa noche supe por qué su discurso me cautivaba, a la luz de sus palabras revisaba mi vida, que por lo demás, era bien poco interesante, pero yo aún no me daba cuenta.

Aquella vez habló de amor, de desamor, más bien, que es de lo que uno se muere. Eso dijo: No es de amor de lo que mueren los amantes, sino de desamor. Y yo pensé, recordando mis escasos y desastrosos aprontes por esos territorios pedregosos, que de alguna manera, él estaba en lo cierto. Al menos en sentido figurado, la máxima de mi amigo se cumplía, pues los amantes desdichados sienten que morirán de amor, o desamor. Y pensé, con vergüenza, en mi pobre historia de amor.

Su vida había transcurrido en ciudades sin nombre, y la historia que me contó aquella noche no era la excepción. Si bien no entró en detalles (nunca lo hacía), las conclusiones de su relato me dejaron un sabor amargo… Elijo al azar un destino en el mapa, una de aquellas miles de ciudades que no sabemos que existen. Los altavoces anuncian un nuevo embarque, que tampoco es el mío. La sala se agita. Todos quieren partir, yo más que ninguno. Sin embargo, debo esperar para abandonar la única ciudad en la que, quizás, pude ser feliz. Así me lo contó, en presente, como reviviendo el instante en que perdió la única partida que le importaba ganar.
Y así, sin más ni más, su historia de amor se dispersaba en divagaciones y reflexiones que abarcaban lo humano y lo inhumano (nunca habló de lo divino). La mayoría de las personas, me dijo, tiene una vida de mierda, pero la mayoría de esa mayoría no se da cuenta. Y de pronto, rompiendo el hilo de su discurso de clown borracho y triste, me preguntó si tenía yo una historia de amor para contar. No supe que contestar. Pensé en mi pobre historia de amor, que por más que la adornase, no era digna de ser contada… Entonces sentí, en el recoveco intercostal izquierdo, una leve pero aguda punzada. Él, como si adivinara lo que me comenzaba a pasar, retomó su monólogo con frases que en nada ayudaban a mi nuevo estado. No amar es indecente, dijo, tanto como no ser amado. Yo me salvé de esa indecencia, continuó, pero ahora no sé qué hacer con el sentimiento que me sobra. No me resigno a no amarla, me dijo, el amor una vez, no basta…

Y continuó hablando, pero yo ya no lo escuchaba. Ahora él era un clown triste, borracho y mudo, que gesticulaba en el vacío. Entonces volví a sentir la punzada, ahora fuerte y filosa. Y lo odié. Estaba pariendo un dolor, mi primer dolor, el de comprobar en mí la última máxima de aquel clown borracho, triste, mudo y clarividente: mi vida era una vida de mierda… y la ciudad que me habitaba no tenía nombre.

Llené resignado mi última copa de vino negro y brindé por la “señalada” minoría de la que pasaba a formar parte, y bebí, con la vaga esperanza de que a la mañana siguiente no recordaría que me había dado cuenta… Me despedí de él con un sincero apretón de mano (el odio en mí dura poco y se me pasa con el vino), y me fui con la certidumbre de que nunca más volvería a verlo.

Esa noche soñé que alguien ponía una bomba en mi costado izquierdo… por dentro de las costillas.


25 de marzo de 2008

Malas noticias de Dios

Existe!


5 de febrero de 2008

A los que huyen

Pensábamos, con la ingenuidad de los siete años, que si cogíamos un bote y remábamos hasta la línea donde el sol incendiaba las nubes, llegaríamos al Japón... No podíamos imaginar, mi primo y yo, cuán lejos estábamos de poder huir del pueblo y de aquella vida, que ya sospechábamos era una vida de mierda.

Sin embargo, no sé si un buen o mal día, decidimos partir, con tiempos y direcciones diferentes. Ocurrió por la época en que nos dimos cuenta de que vivir así no tenía mucho sentido… cuando descubrimos el desasosiego. Huimos, cada cual más lejos. Mi primo comenzó un largo periplo por distintas ciudades y, apenas la legalidad de los dieciocho años se lo permitió, se fue al extranjero, aprovechando que un país, grande como un continente, abrió amistosamente sus fronteras a los inmigrantes.

Nunca más volvería a verlo. De tanto en tanto, me enviaba una postal al pueblo, del cual yo todavía no escapaba, insistiendo en que lo acompañara a vivir a aquel país, y para convercerme me contaba que desde allí Japón estaba a un paso: “Aquí se puede vivir…” me escribía. Yo era el único lazo que él tenía con una infancia que deseaba olvidar.

Mi desasosiego no cabía en ninguna maleta. Por eso nunca acepté su invitación. A pesar de ello, el viaje era mi única certeza…

De niños, alguien nos había contado que cuando en este lado del mundo anochecía, en las antípodas comenzaba a amanecer. Entonces, en el momento en que el sol incendiaba las nubes, emprendí mi viaje a Japón, cruzando el mar… sin bote y sin remos.

16 de enero de 2008

Blas

-Si quieres, puedes pasar lo que queda de noche en mi casa.

El extraño lo miró en silencio y lo siguió unos pasos más atrás, caminando torpemente con el cuerpo aterido de frío.

En noches heladas como aquélla, regresar a una casa vacía le parecía absurdo, por eso se había quedado, asesinando el tiempo, en el bar de costumbre. En una de ésas, si había suerte, podría capturar alguna mirada clandestina, a través de un cristal turbio de vino tinto. Pero eso, rara vez ocurría, así que cuando las copas se vaciaron, las luces se extinguieron y las voces se habían desvanecido, el barman lo acompañó, siempre cordialmente, hasta la puerta, la que balanceó, lastimera, su óxido triste en su espalda de último cliente.

Para demorar el regreso, se bajó del taxi algunas cuadras antes, y caminó bordeando el parque próximo a su casa, sin preocuparse del peligro que acechaba detrás de cada árbol ni de las sórdidas soledades que tentaban en cada sombra. Sólo el frío le importaba… un poco. Aunque no se veía ningún auto, en la esquina esperó la luz verde para cruzar. Fue ahí donde vio, al otro lado de la calle, una silueta resignada que intentaba, sin éxito, resguardarse del invierno bajo un poste sin luz. Cuando llegó a su lado, y olvidando todos los consejos de precaución de su mejor amiga, lo invitó a pasar la noche con él.

-Pasa, estás en tu casa- le dijo sonriendo, para que su invitado entrara en confianza.

El extraño no se atrevió a moverse del lado de la puerta. Sólo observaba con timidez el lugar y los movimientos de su anfitrión.

-Debes tener hambre, ¿te gusta el pollo?- le preguntó, sacando un plato del refrigerador- Está bueno. ¿O prefieres un ron para calentar el cuerpo?

Y rió con ganas, al ver la cara de no entender nada de su huésped, el cual, siempre con timidez pero sin dudar, optó por el pollo y comió con entusiasmo. Él, mientras tanto, lo miraba, y cuando terminó de comer, se acercó a su invitado y le acarició la cabeza, revolviéndole el pelo con ternura.

-Puedes dormir en el sillón- le dijo. –Mañana ya veremos…

Sólo entonces, el extraño tuvo un primer gesto de acercamiento: lamió, agradecido, la mano que lo acariciaba y movió su desordenada cola con confianza.

-Buenas noches… Blas- le dijo bajito, mientras el perro se acomodaba en el sillón.



29 de diciembre de 2007

Noche de Fin de Año en el Babel

-Tal vez no sea tiempo, todavía, de decir que hubo una vez un tiempo mejor- le digo, sin preocuparme de las redundancias de mi improvisado discurso.

A medida que hablo, intento adivinar lo que pasa por sus ojos mientras llora. Algo me dice que su llanto no se debe sólo a la borrachera. Llora silenciosamente, sin aspavientos, con ese llanto que fluye una noche de cansancio cualquiera, cuando al poner la cabeza en la almohada se te llenan de calladas lágrimas las orejas. Y no entiendes la razón del llanto, porque ya no sabes qué pena te está pasando la cuenta.

-No hay otro tiempo posible- me responde.

El barman nos mira y se ríe, mientras llena por quinta (¿o sexta?) vez nuestras copas, con las que volvemos a brindar, haciéndolas chocar torpemente. Entre sorbo y sorbo, analizo sus últimas palabras y pienso en que, quizás, la razón de su tristeza sea que se va a morir… “No hay otro tiempo posible”, fue lo que dijo. Sin embargo, no me atrevo a planteárselo, al menos no todavía. Y encamino mis palabras por el lado de que la tristeza se apodera de los seres solitarios, como él y como yo, en fechas como las que todos se encuentran celebrando, y que, muy por el contrario, nosotros padecemos. Trato de que mis palabras parezcan un chiste, y para reafirmarlo, lanzo una sonora carcajada, la que no suena falsa, porque, después de todo, no lo es, pues los borrachos nos reímos siempre de verdad.

-Y lloramos de corazón… siempre- agrega, como si adivinara mis pensamientos.

Pero, así de ebrio como estoy, ni la telepatía me sorprende. Y así, entre trago y trago y palabras cada vez más mal pronunciadas, me sigo esforzando por comprender la razón del llanto del extraño que la casualidad sentó a mi lado esta última noche del año. Cuando mi borracho discurso comienza a emprenderlas por los derroteros de la muerte, el barman se me acerca intrigado y me hace una pregunta que no acabo de entender.

-¿Se va a morir el croata este?

-¿Croata? ¿Qué croata?- le digo.

-Él pues- me responde, con un aire de desconcierto, tocándole el hombro a mi compañero de borrachera. –Como han estado hablando toda la noche cada uno en su idioma, pensé que ustedes se entendían…

Y así, borracho como estoy, en un instante de ebria lucidez, y sin afán de presumir, le digo:

-La tristeza, mi amigo, habla todos los idiomas
.

19 de diciembre de 2007

La esperanza y un par de zapatos
Para Valentín, mi Pequeño Valiente, y su madre, mi hermana,
quien me contó de los zapatos de esta historia




No sé por qué razón, mi hermana mayor se empeñaba en creer en el Viejito Pascuero. Aunque éste nunca había dejado ningún juguete como prueba de su existencia, cada víspera de navidad ella colocaba sus zapatos delante de la puerta de la casa, con la esperanza de que al día siguiente encontraría sobre ellos una muñeca de pelo rubio y ojos azules que se abrían y cerraban bajo unas largas pestañas.

Cada 25 de diciembre, mi hermana salía de la cama muy temprano y corría ansiosa hacia la puerta, y como siempre, lo único que encontraba era un zapato, haciéndole compañía al otro. Y como siempre, a la decepción de no encontrar lo esperado, seguía la conformidad. Mi hermana terminaba justificando al Viejo Pascuero: que el Polo Norte estaba muy lejos o, simplemente, los regalos no le habían alcanzado. El próximo año seguro pasaría por el pueblo y se detendría ante nuestra puerta...

La navidad en que mi hermana tenía trece años no dejó sus zapatos afuera. Pensé, entonces, que le había llegado la hora de no creer más. Pero estaba equivocado. Descubrí mi error la navidad pasada, cuando viajé al pueblo para pasar las fiestas de fin de año en familia, y, sobre todo, para verla a ella, porque dentro de poco iba a tener un hijo. Esa nochebuena, mientras hablaba con ella, puse mi mano en su vientre inflado para sentir alguna patada de mi sobrino y, por casualidad, o tal vez no, le pregunté si también dejaría los zapatos de Valentín en la puerta para que Papá Noel le dejará los regalos, o le enseñaría desde pequeñito que el Viejito Pascuero no existía. “¿Quién te contó que no existe?”, me dijo. Yo sonreí, pensando que bromeaba...

Si mi hermana no volvió a dejar sus zapatos a la intemperie, no fue porque haya dejado de creer, sino porque aquel día comprendió que el Viejo Pascuero, en todos esos años nunca había dejado de pasar. Esa nochebuena, una lluvia abundante cayó sobre el pueblo... Mi hermana, al levantarse aquella mañana encontró sus zapatos, sus únicos zapatos, llenos de agua. Entonces supo lo que valía tener un par de zapatos... secos.


28 de noviembre de 2007

Del tiempo y un par de zapatos

La ocasión era importante, por lo tanto, se esforzó más de lo acostumbrado en el rito del lustrado. Aplicó betún hasta en el último milímetro de zapato. Después, los dejó un momento al sol, como reposando, para luego continuar con la fase del abrillantado. Durante largo rato frotó el cuero con un paño y no descansó hasta quedar satisfecho con el resultado. Metió la mano dentro de uno de los zapatos y lo miró con detenimiento, mostrándolo al sol para comprobar el brillo.

Aquellos zapatos habían sido los primeros que había tenido. La tía solterona –quien generosamente se hizo cargo de su crianza cuando le tocó quedarse solo- se los había comprado, no con poco sacrificio, para su Primera Comunión. Claro, no se podía recibir el Cuerpo de Cristo así tan mal calzado. Eran “Bata” -biónicos, nucleares o galácticos, no recuerdo cuál era el gancho vendedor aquel año- y negros, para que sirvieran, también, para el uniforme del colegio. El asunto es que el sentimiento que experimentó, mientras estaba en la larga fila de niños esperando comulgar, si no era la felicidad, era lo que más que se le parecía. Y el sentimiento aquel estaba en los pies, y no en el corazón, como él quería creer, debido a la sagrada ocasión. Lo sagrado siempre está teñido por lo profano.

Después de lustrarlos, dibujó sobre un cartón dos plantillas, las que luego recortó con cuidado para, finalmente, acomodarlas en cada uno de los zapatos. Con éstas, intentaba disimular los orificios que el tiempo y sus miles de pasos, habían abierto en las suelas de sus zapatos.

Los cordones, sin embargo, eran nuevos, pues los originales no habían resistido tanto hacer y deshacer nudos. Lentamente, los deslizó, desde el primero al sexto agujero, hasta dejar los extremos de la misma medida, así, el nudo rosa quedaría perfecto, como su tía, con santa paciencia, se lo había enseñado.

Cuando llegó la hora, ni un minuto antes, se los colocó como si de una ceremonia se tratara. Los zapatos, tan brillantes, desentonaban con su ropa gris y gastada. Entonces, se unió al resto de la gente que iniciaba el recorrido por las polvorientas calles del pueblo, hasta la iglesia, primero, y luego hasta el cementerio, donde enterrarían a su tía.

Después que todos se marcharon, él continuó junto a la tumba por un largo rato. Se miró los zapatos -ahora, opacos por el polvo acumulado en la caminata- y el sentimiento que experimentó, si no era el desamparo, era lo que más se le parecía. Y el sentimiento aquel estaba en su corazón, y no en sus pies, como él quería creer. Lo profano, a veces, se tiñe de lo sagrado.









21 de noviembre de 2007

El Apocalipsis según Santiago (2)

...la puta casualidad fue la que se encargó de aquel encuentro.

En una ciudad de millones de habitantes (ya no sé cuántos somos), dos que se conocen, se encuentran. Uno de ellos va aceleradísimo, hablando por teléfono, seguramente atrasado a alguna cita; el otro, simplemente vaga (porque no sabía, en realidad, qué más hacer). Se ven, repentinamente. El desaforado latir de las venas de la ciudad hace que no se reconozcan, casi. Sin embargo, se reconocen. Un confuso "hola", un beso torpe, un gesto indefinido (como de desconcierto), y una o dos miradas (las de ellos), que se pierden en medio de los infinitos mapas cotidianos. De fondo, gritos metálicos (las micros todavía eran amarillas).
...
Las miradas se perdieron (sin remedio).
...

La puta casualidad nunca fue tan puta... (los seres que se habían encontrado, nunca más volvieron a encontrarse).

11 de noviembre de 2007

(Pensando tu nombre en vano)

... uno de estos días, dios debería sentarse a recapacitar.

3 de noviembre de 2007


El Apocalipsis según Santiago (1)*

Ilustración: Antonio Salgado (fragmento)


El Ángel Guardián yacía muerto en lo alto de la torre de telecomunicaciones. Sus ropas, otrora albas, estaban cubiertas de hollín y sus pulmones reventados. Muy cerca de allí, en la cima del más elevado y moderno de los edificios, los heraldos de la muerte, que desde hacía casi quinientos años esperaban este acontecimiento, festejaban haciendo sonar sirenas día y noche.

Cuando los primeros habitantes comenzaron a morir, miles de personas atestaron las autopistas, huyendo despavoridas. Ni siquiera se acordaron de enterrar a sus muertos…

Pronto, todos habían abandonado la ciudad. Todos, menos los incontables perros vagabundos que seguían trajinando sus calles vacías. No, ellos no se marcharon, porque no tenían más amo a quien serle fiel que Santiago.
*Santiago de Chile...

19 de octubre de 2007

Y mira dónde fue a parar todo lo que se dijo

El sol marcaba algo más de las ocho. Tantos años durmiendo en la misma habitación, lo habían acostumbrado a intuir la hora en su ventana. Abandonó lentamente la cama y, sintiendo aún la otra piel en su cuerpo, caminó hasta el baño. Puso el seguro en el momento justo que su espalda se arqueaba por una fuerte convulsión. Y vomitó, vomitó mucho. Vomitó todo lo que tenía que vomitar.

Luego, casi sin fuerzas, se sentó en la bañera sin decidirse a presionar el botón que se llevaría los restos de esa última noche. Afuera, golpes y voces afligidas lo instaban a abrir la puerta, pero un incesante crepitar dentro de su cabeza no lo dejaba oír el ruido del mundo.

Casi una hora después, apretó el botón del estanque como quien jala el gatillo de un revólver y -sin despegar los ojos del fondo del escusado- vio como las metáforas, comparaciones, hipérboles, sinestesias, y cuánta figura literaria se le había ocurrido en esos casi dos años, desaparecían violentamente en el remolino del agua.

Luego, se enjuagó la boca con un desinfectante y dejó caer un delgado chorro de alcohol y babas teñido de rojo. Un adjetivo de afiladas aristas le había roto la lengua y la garganta. Volvió a tirar la cadena, respiró hondo y dijo:

-No saldré de aquí si sigues en esta casa.

Y así fue. Cuando sintió, después de largos minutos, que la puerta de entrada se cerraba, salió del baño y vio como la luz vacía de mayo entraba por la ventana. Entonces, cuando el sol marcaba una hora incierta, se echó a dormir.





15 de octubre de 2007

Cada año es un aniversario inevitable

Hace un año llovía.

Era Octubre y llovía.
Entonces, pensé

que la lluvia se equivocaba.
Era 13 aquel día, Octubre 13.
Primavera adolescente en el Sur.
Sin embargo,
ni Octubre

ni la Primavera
ni la lluvia
se equivocaban:
era Invierno.

Ha pasado un año
y cuatro inviernos;
365 vísperas inevitables.
365 deseos de vida...


365 deseos de muerte.

(Hace 365 días que escribo en este blog).-




10 de octubre de 2007

El otro hijo de Sísifo

(Foto Ana Mª Hernández)

A veces me siento cansado
y no quiero que llegue el día siguiente.
Pero el día siguiente siempre llega.

Cada día es una víspera inevitable
.

8 de octubre de 2007

Última noción de muerte

Cementerio General de Santiago
(Octubre 3 de 2007)

21 de septiembre de 2007

Los adverbios del tiempo

Después de un año con cuatro inviernos, existía alguna posibilidad de que a su patio regresara el sol. El Señor del Tiempo había dicho que tal vez. Y había agregado que nadie se merecía tanto invierno. Y él, cuya principal virtud (o defecto, más bien, debido a los tiempos que corren) era confiar, le creyó. Y así nada más, yo creo que por la irracionalidad de la esperanza, se dejó invadir por un entusiasmo desaforado y muy ajeno a él, que lo hacía parecer feliz. Ahora, con la perspectiva de los días y con los hechos consumados, lo veo claro, pero entonces sólo me pareció extraño y no sé por qué no intuí lo que de verdad le estaba ocurriendo.

Fue el día en que el Señor del Tiempo había dicho que tal vez, cuando me llamó porque necesitaba mi ayuda. Eso ya debió parecerme sospechoso, pues él nunca pedía ayuda. Sin embargo, seguramente yo también estaba bajo la influencia de tanto invierno y por eso todo me pareció normal. Por razones que no viene al caso detallar, relacionadas con la vida en la ciudad, tardé casi una semana en acudir a su llamado. Eso sí, no sin antes avisarle que iría en cuanto pudiera. Me dijo que no me preocupara, que mientras tanto él aprovecharía de escribirle a una amiga del otro lado del mundo (de la parte del mundo en que había sol, mucho sol) para contarle que el invierno se marcharía pronto, y así ella ya no tendría que esforzarse por imaginar el frío que cubría la ciudad. Esa parte no la entendí muy bien, pero no le di importancia. Además, como ya dije, él parecía feliz.

Cuando aquel domingo por la mañana por fin fui a su casa, el tal vez del Señor del Tiempo volvía a ser una ilusión (casi un nunca). El frío que cubría la ciudad, y que la amiga desconocida no conseguía imaginar, lejos de marcharse se hacía notar inmisericorde. Por eso, la primera sorpresa la tuve cuando me abrió la puerta completamente desnudo. No alcancé a rèponerme de mi asombro, porque cogió fuerte, pero alegremente mi brazo y me dijo que lo acompañara. Cruzamos toda la casa hasta el patio. Ahí me pidió que lo ayudara, ni siquiera le pregunté en qué, no entendía nada. No recuerdo cuanto tiempo estuve observando su frenética y absurda actividad, sin poder reaccionar. Sobre los alambres de tender ropa, colgaba prendas invisibles. Me mordí los nudillos para no llorar. Mientras, él seguía en su demencial tarea, contándome que tanto invierno las había dejado empapadas, pero que ahora el sol las secaría, o, por lo menos, las deshumedecería… entonces, podría volver a escribir.

Me saqué mi abrigo y caminé hasta él, sin preocuparme ya por contener el llanto. Cubrí su cuerpo amoratado y lo abracé con fuerza. Él insistía en que lo ayudara, que el sol no tardaría en venir, que ya estilaban… que el agua comenzaba a huir de ellas. Comprendí, en ese momento, por qué la cordura lo había abandonado... Entonces, con mucho cuidado, hice lo que me pedía, y con una pinza, también invisible, entre sustantivos y verbos mojados, colgué el tal vez que él tanto esperaba.

26 de agosto de 2007

Primera noción de muerte

Una larga hilera de pequeñas luces avanzaba por la orilla de la playa, en medio de la oscuridad que precede al amanecer. Mi hermana mayor, a quien le habían encargado mi cuidado, me despertó para que miráramos el cortejo. Estábamos solos en la casa, porque nuestros padres y el resto de los hermanos venían acompañando a la difunta. Yo tenía apenas cinco años cuando murió la tía, y por aquel entonces no sabía lo que era morirse.

El sol lanzaba tímidamente sus primeros rayos, cuando la procesión comenzó a cruzar delante de nuestros ojos. Las luces que habíamos visto a los lejos, ahora eran diminutas llamas de velas, que temblaban dentro de artesanales faroles hechos de lata. Todo el pueblo vestido de negro pasó frente a nuestra casa. Y en medio del gentío, una lenta y ceremoniosa carreta tirada por dos bueyes, cargaba un humilde ataúd de madera sin trabajar.

-¿Qué llevan en esa carreta?- le pregunté muy bajito a mi hermana.

- En ese cajón llevan a la tía- me respondió, como si se tratara de un secreto.

Un escalofrío me sacudió la carne y los huesos. Escondí la cabeza en su regazo y a partir de ese momento sólo sentí el ruido del rito de la muerte. “Dios te salves”, salpicados de sollozos, cruzaban el aire, los que eran respondidos por un lastimero coro de “Ave Marías”. Aquella letanía macabra no me dejaría dormir tranquilo durante mucho tiempo. Una irracional e inevitable herencia había tomado posesión de mi alma de niño: el miedo a la muerte.

Ahora, cuando tengo la certeza de que moriré muy pronto, ya no temo a la muerte. Y no le temo, porque por fin he comprendido la razón del miedo. El niño que fui, pensaba que después de muerto seguiría viviendo.





12 de agosto de 2007

A esa hora incierta en que amanece

-¿Buenos días?- me pregunta, después de abrir lentamente los ojos y reconocerme.

- Tardes -le digo- ya es la tarde.

Moviendo sólo sus pupilas, como si tuviese el resto del cuerpo paralizado, observa la habitación con detenimiento.

- Si esto no es el purgatorio, debería ser un hospital…

Su comentario me saca una sonrisa, la que se borra en el instante en que sus ojos se detienen en mí. Me mira, pero sus ojos no me ven, o ven mucho más allá de donde yo puedo imaginar.

-Ya no duele- me dice…

Luego vino el silencio, un silencio que le cosió la boca desde entonces, la boca y el alma. Y ese “ya no duele” ya nunca dejaría de dolerme.

25 de julio de 2007

Lectura de un cierto evangelio

-En un principio, era el caos- dijo el sacerdote, comenzando la lectura del Santo Evangelio, según no recuerdo quién.

Fue en ese momento cuando Él se levantó en medio de la escuálida multitud que asistía a la misa, y alzando tímidamente su mano, pidió la palabra, como si de una clase se tratara. Entonces, ante el asombro de la concurrencia (y del mío propio), fue que dijo lo que dijo.

-No. En un principio no fue el caos. En un principio fue la injusticia... y la tristeza. Después vino todo lo demás.

Y se volvió a sentar, tan como si nada, seguido por las miradas reprobatorias y desconcertadas de los asistentes. El cura guardó un largo y pálido silencio, con la vista perdida más allá de los vitrales de la entrada. Después de un rato, y como en un susurro, volvió a hablar.

-Él tiene razón.

La iglesia se llenó de murmullos, los que fueron interrumpidos, otra vez, por la voz temblorosa del sacerdote.

-Hermanos, nuestra misa ha terminado. Podéis ir en la paz del...

Y no dijo Señor. No, no lo dijo, juro que no dijo Señor... Yo doy fe de ello. Yo estaba ahí -con la boca abierta como todos los demás-cuando el cura terminó la misa, mucho antes de la comunión, y no dijo Señor.

15 de julio de 2007

La Compañera del Superhéroe
Para mi Amigo-Hermano...

Sobre la baranda del balcón, el Pequeño intentaba mantener el equilibrio, mientras una toalla amarrada a su cuello flameaba al viento como capa de superhéroe. Su intención era volar muy lejos. Pensaba que si volaba hasta donde sus ojos ya no podían ver -y debían, por fuerza, imaginar insospechados paisajes- encontraría allí, muchos amigos y personas cariñosas como su Abuela. Ella era la única que lo comprendía.

Fue precisamente su Abuela la que lo vio cuando se aprestaba a saltar, y gritando alarmada corrió, con pasos torpes y cansados, para intentar detenerlo. Pero sólo alcanzó a estirar instintivamente los brazos para cogerlo. Quizá fue la buena fortuna la que hizo que el niño cayera sobre la Abuela, la cual, aunque quedó mal herida, lo ayudó a amortiguar el golpe.

Mientras la ambulancia cruzaba, rauda y bulliciosa, la ciudad rumbo al hospital, el Pequeño, en un delirio semiinconsciente, repetía una y otra vez: “¿Me acompañarás, Abuela, me acompañarás?”. Y la Abuela, desde sus huesos rotos y aturdidos, respondía afirmativamente con una sonrisa.

Sin embargo, la caída había sido fea, bien fea. La Abuela consiguió salvarlo de la muerte, no así de las múltiples fracturas, que lo mantuvieron por largos nueve meses hospitalizado. Extraña y milagrosamente, la Abuela se recuperó pronto, y pudo ir a acompañarlo para hacer más gratos y amables sus tediosos días de enfermo. Y fue una suerte que eso ocurriera, pues Abuela y Nieto no se tenían más que el uno al otro como única familia. Ellos dos y una Vecina…

-A veces, más vale así- decía la Abuela- mejor un buen vecino que una mala familia.

Durante todo el tiempo que el Pequeño estuvo en el hospital, la Vecina, al igual que la Abuela, no dejó nunca de ir a verlo. Cuando llegó el día en que el Pequeño debía volver a casa, la Abuela lo despertó para darle la noticia.

-Hoy se cumplen nueve meses desde que llegaste al hospital, y ya es hora de regresar.- Luego, repitió en su oído, como si fuera un mensaje que descifrar, la frase “nueve meses”…

Aquel día, llamaron a la Vecina para que fuera a buscarlo, pero el Pequeño insistía que no era necesario, decía que se iría con la Abuela. Cuando llegó la Vecina, el médico le preguntó si el chico tenía alguna abuela. Ella puso cara de sorprendida, pero no dijo nada.

-Él siempre está hablando de una abuela- dijo el Médico- e incluso, en sus fantasías de niño, dice que ella viene cada día a verlo.

La Vecina permaneció en silencio. Después de un rato, con voz temblorosa, y sin recuperarse aún del desconcierto, contó el final de la historia.

-Sí, el Pequeño tiene una Abuela- dijo -aunque ella esté muerta hace más de dos años…

10 de julio de 2007

Porque éste es mi cuerpo

Había llegado un poco vivo.

Cuando el aparato encargado de enviar señales de vida se hizo línea continua, tal como él lo había pedido -expresa y tajantemente- comenzó el despojo. Y así, en una desesperada carrera de relevos, los riñones arrancados pasaron de mano en mano hasta llegar a las cuencas enfermas de otros cuerpos. Lo mismo ocurrió con el resto de los órganos: hígado, páncreas, pulmones, córneas, huesos, válvulas insospechadas.

Todo lo donable había sido donado. Todo, menos -expresa y tajantemente- el corazón.
El corazón no, había dicho… el corazón que se pudra.

5 de julio de 2007

El hijo de Sísifo

Cuando se despertó, aun sin abrir los ojos, supo que había amanecido... Entonces decidió que se levantaría un día más.

28 de junio de 2007

No te duermas

No te duermas, le dijo, después de desanudar su cuerpo del suyo. No te duermas, le dijo, mientras acomodaba su abrazo a la espalda de él, como si fuese una tabla salvavidas. Luego, se quedó mirando los pequeños círculos que la luz que se colaba desde afuera dibujaba en la persiana. Cuando dormía sola y el sueño tardaba en venir, jugaba a atrapar estos círculos en su mano. Ahora estaba con él... el sueño no venía y los círculos de luz se estrellaban en la pared.

No te duermas... que vendrá el mar violento y me llenará los ojos, y ciega de sal sólo la muerte cabe en los espacios del cuerpo que antes ocupaban los órganos... No te duermas... que me hundo en el triste vacío de la noche. Necesito una mano que detenga la caída... vendrá la muerte y no podré rehuir su mirada... no te duermas, que sigo cayendo y si no me atajas, nada más queda esperar a que amanezca... y la mañana es de cemento.

Pero no dijo nada de eso, tan solo no te duermas...

19 de junio de 2007

De día no se debe dormir

Después de una larga conversación telefónica, con lágrimas inconteniblemente mías de por medio, me dispongo a dormir. Dudo si tomarme otra pastilla, pues sueño no me falta. Anoche regresé a casa muy tarde, no con el amanecer, pero casi. Cierro la persiana, intentando simular la noche que no existe, y me acuesto, pero a los pocos segundos me vuelvo a levantar porque no desconecté el teléfono y si suena, interrumpirá mi sueño. Regreso a la cama, me meto en ella, así toda deshecha como está, con unas ansias que bordean lo placentero y me dispongo, con la mejor de las disposiciones, a dormir. Antes había puesto el reloj despertador para que me devolviera a la vida a eso de las cinco y media. Me arrepiento y lo cambio a las seis. Ahora sí está todo listo. Es entonces cuando se me viene a la mente la imagen del sueño de anoche. Más bien es un enigmático fragmento de ese sueño. En éste, mi hermana me lleva de la mano por un camino pedregoso, bordeado de cipreses… no recuerdo como llegamos hasta un muro de barro húmedo, donde está escrito mi nombre…luego, me veo como un niño. Mi hermana borra mi nombre del muro con rabia… Me esfuerzo por recordar más, pero me es imposible, eso me atormenta y me impide dormir. Decido ir a por otra pastilla. La pongo bajo mi lengua y lentamente se va deshaciendo, así como lentamente se viene el sueño y me hace volar con cama y todo por el breve espacio de mi habitación. Creo que dormí. No del todo, pero dormí hasta que un ruido interrumpió mi descanso. Medio dormido aún, siento que alguien, con mucho cuidado, está abriendo la puerta de entrada. Pienso que debe ser alguno de mis hermanos, que de tanto en tanto se dejan caer por, digamos, mi casa. Luego tengo la certeza de que es Laura, mi amiga. Casi puedo verla entrar a la cocina y mirar con preocupación el desorden de loza sucia que se esparce por los muebles y el lavaplatos; casi puedo verla, dudando en si ponerse a lavarla o no. Yo se lo tengo prohibido, por eso de la terapia. Siento el chasquido de un fósforo y el sutil crepitar de la diminuta llama, y después la pequeña explosión del calefón al abrirse la llave del agua. Yo sigo aletargado sin poder abrir los ojos. Siento la boca amarga y pastosa. Quiero gritarle desde mi modorra que ya sabe que no debe hacerlo. Sin embargo, lo sigiloso de todos los movimientos me hace dudar de que sea ella. Entonces, saco fuerzas de mi grandiosa flaqueza, me levanto torpemente de la cama y salgo medio a tropezones de la habitación. Desde la puerta miro el desorden del resto de la casa; la cortina de la ventana principal se levanta con el viento y deja ver un cielo todavía luminoso. Una fría corriente de aire me toca la piel… es porque la ventana del otro dormitorio está abierta también, y entro a cerrarla antes de ir a saludar. Camino los escasos pasos que hay hasta la cocina, pero no encuentro a nadie. La loza sigue toda sucia y alborotada, el calefón está apagado y la llave cerrada. Entonces no me queda más que regresar a la cama a esperar que alguien me encuentre allí, no importa cuando… de todos modos ya es tarde.

13 de junio de 2007

Descubrimientos

Pablo me cuenta que vagando hace unos meses por el centro de la ciudad, se sorprendió al ver su imagen reflejada en la vitrina de una tienda, y pensó: "Ya soy todo un hombre”.

-Es un descubrimiento terrible- le digo. Y le cuento que c
uando cumplí treinta y tres, volví a sentirme como un niño.

-Es un descubrimiento terrible- me dice.

24 de mayo de 2007

Colorín Colorado...

Un día más, otro de tantos, se ha marchado quedo, como se va aquello que no importa mucho. En la micro, de vuelta a casa, me sorprende la medianoche. Ojalá –pienso- la micro se convierta en una calabaza, así todo lo ocurrido sería un cuento, una mentira. Pero no, el abandono es real y ella ya me devolvió todos los zapatos guachos que yo había dejado bajo su cama. Se podría haber ahorrado la molestia, total, a mí ya no me quedan buenos.
Marea

El mar, a veces,
deposita en la arena
a los náufragos
que quiere dejar vivir.
A veces...
arroja muertos.

Pues eso,
dejaré que la vida haga como el mar...

18 de mayo de 2007

COMPAÑEROS DE VIAJE

Él dormía, plácida y profundamente, sobre mi hombro, situación que me avergonzaba un poco, pues sentía sobre mí las miradas curiosas y suspicaces de los demás pasajeros; algunos incluso, observaban la tierna escena con desagrado. Seguro que en Europa la visión de dos chicos juntos pasaría inadvertida, pero claro, esto es Chile. Como no me atreví a interrumpir el dulce sueño de mi compañero, opté por hacerme el desentendido y mirar por la ventanilla.

Cuando la micro se acercaba al centro, nervioso di unos golpecitos en la cabeza de mi acompañante. Disculpa, le dije, me das permiso... tengo que bajarme
.

13 de mayo de 2007

Ciberparaíso

Apoyada en la baranda, Eva cuenta los trenes que pasan. No es la única que espera, pero sí la que lleva más tiempo en la estación. Nerviosa, piensa que es absurdo haber acudido a esa cita.
Se habían conocido en el más marginal de los paraísos. Él se llamaba Adán y naufragaba; ella había recogido la botella con su mensaje...

Poco a poco, la estación se fue quedando vacía. Un guardia se le acerca para decirle que es hora de cerrar. Eva lo mira, y sin decir nada, se marcha. Afuera, ya es de noche y hace frío. Los últimos transeúntes caminan de prisa y encogidos. De pronto, Eva reconoce su gorda imagen en los vidrios de un escaparate. Entonces, tiene la certeza de que Adán sí acudió a la cita...

9 de mayo de 2007

Unidad de Ausencia

Pienso en la medida del tiempo que nos separa:

días? meses? años?

Cada uno porta su propio calendario a cuestas.
Cuando apareces por aquí
vence una irregular unidad de tiempo:


semanas de quince días

meses de siete semanas

días de horas interminables...

Debo inventar una nueva unidad de tiempo
para medir tu ausencia.


6 de mayo de 2007


Otro domingo que agoniza…

Y morirá, sin remedio, a eso de la medianoche, de muerte natural.


Por la mañana, cuando medio muerto ya, abrió los ojos,
compartió el desayuno de café y tostadas (que olían sólo para él) con el diario.
Las malas noticias presagiaban "un triunfo de la derecha en la lejana Francia";
"Al Gore vendrá para hablar de la salvación del planeta".
(¿No fue a eso a lo que vino un tal Jesús hace un tiempo?)
"Otra oveja negra muere por ilusa; la ilusión sigue siendo un delito, oveja negra.
Hoy domingo son sus funerales, entre tristes e ilusas banderas sindicales".

Otro domingo que agoniza… y, otra vez, las noticias no son buenas.

A eso del mediodía, respira con dificultad. Tiene frío…
El sol no le alumbra ni le entibia el costado.
Las horas son frías; los minutos, lentos; los segundos, morados.
El tiempo da diente con diente.
Hoy el sol no alumbra ni entibia costados…

Por la tarde-noche sólo da patéticos estertores.

Morirá este domingo como mueren todos los domingos de la vida…

¿Escribirá, alguien, su epitafio en el polvo de estos siete días?...