30 de octubre de 2008

Últimos días de octubre

Esa tarde, en el café de siempre, o de casi siempre, sus ojos me hablaron una vez más de la tristeza que su boca nunca quiso contarme. Sus ojos siempre hablaban de tristeza; su boca, en cambio, sonreía lo más del tiempo, enseñando unos dientes pequeños y chuecos como si fueran fragmentos de una risa ajena.

Y, aunque hablaba de cosas intrascendentes, en cada palabra, en cada frase, parecía que el alma quería escapársele por los ojos. Y por las manos, que se movían como queriendo extraer respuestas del aire.

De pronto, su semblante cambio. Sus manos dejaron de revolver el espacio, aterrizaron en la mesa, y con un dedo comenzó a dibujar el contorno de la taza ya vacía…

-Mi sonrisa es de mentira- dijo-. Sonrío por costumbre, así como digo “bien”, cada vez que me preguntan cómo estoy. De este modo, te ahorras un montón de explicaciones que nadie quiere oír.

Me dieron ganas de decirle algo cariñoso, como tarado o imbécil, (siempre uso adjetivos ofensivos para demostrar afecto; los verdaderamente cariñosos me da una vergüenza tremenda pronunciarlos), y tuve el impulso de revolverle el cabello como se hace con un niño que ha dicho una tontera. Callé, sin embargo, contuve el impulso y sólo sonreí… por costumbre.

La música dejó de sonar, y en el breve silencio que flota entre una canción y otra, se quedó pensando y dijo:

-La vida no tiene banda sonora.

Luego, pagué la cuenta, y me marché… tan solo como había llegado, sin banda sonora, pero con esa molestosa voz “en off” que nunca me deja en paz.

23 de octubre de 2008

Suspiro limeño

-Buenos días, mi niño.

Dejó la bandeja con el desayuno en el velador. Subió la persiana y la habitación se llenó con las primeras luces del domingo. El pequeño se revolvió en la cama y sonrió.

-¿Cómo amaneció, mi niño?

Ella besó su frente y se despidió hasta la noche.

La micro la dejó en la estación Escuela Militar. En Baquedano hizo la combinación hacia Plaza de Armas, donde se bajó. En Catedral con Puente saludó a sus amigas sin detenerse. Se dirigió al centro de llamados, intercambió algunas palabras con el encargado, marcó el código 51-1…

Al otro lado, una mano pequeña descolgó el aparato…

-Buenos días, mi niño, ¿cómo amaneció…?


(Dedicado a las inmigrantes peruanas, que dejan a sus hijos en su país, para venir a Chile a cuidar hijos ajenos).



14 de octubre de 2008

(Sin título)
...
Últimamente llega tarde casi todos los días, así que puede que todavía llegue…

Siempre, antes de empezar la clase -antes de saludar, incluso- escribe algo en el pizarrón: citas, versos, títulos de libros, o algún titular del diario de la mañana. A veces, una pregunta: “¿Sabes quién fue Flora Tristán?” o “¿Quién fue Rosa Parks?”. Ahora, en el pizarrón, están los rastros de la última clase de ayer, unas fórmulas matemáticas que no entenderé nunca. Mal por mí. El profesor dice que las matemáticas son más útiles para vivir. Que la historia (que es lo que él enseña) y la literatura no sirven de mucho, pero yo no le creo…. Yo prefiero sus citas a las fórmulas matemáticas, que no me dicen nada.

Cuando él empieza a escribir, con la mano derecha en el bolsillo de atrás del pantalón, en la sala reina el caos y el bullicio. Pero, poco a poco, el silencio comienza a ganar la batalla, y hasta se puede sentir el ruido que hace la tiza al rozar la superficie del pizarrón. Y cuando termina la frase, el curso está quieto y atento. En ese instante, siento el sonido de las dos rayitas que cierran las comillas y el golpecito del punto final. Entonces, anoto la frase en mi cuaderno…

Es tarde. Hoy no vendrá. Busco en mi cuaderno. La clase anterior escribió:

”El corazón, si pudiera pensar, se pararía”…(*)
...
...
(*) La cita final pertenece a Fernando Pessoa, en "El Libro del Desasosiego".

27 de septiembre de 2008

Ciberparaíso
...
Apoyada en la baranda, Eva cuenta los trenes que pasan. No es la única que espera, pero sí la que lleva más tiempo en la estación. Nerviosa, piensa que es absurdo haber acudido a esa cita. Se habían conocido en el más marginal de los paraísos. Él se llamaba Adán y naufragaba; ella había recogido la botella con su mensaje...

Poco a poco, la estación se fue quedando vacía. Un guardia se le acerca para decirle que es hora de cerrar. Eva lo mira, y sin decir nada, se marcha. Afuera, ya es de noche y hace frío. Los últimos transeúntes caminan de prisa y encogidos. De pronto, Eva reconoce su gorda imagen en los vidrios de un escaparate. Entonces, tiene la certeza de que Adán sí acudió a la cita...


22 de septiembre de 2008

Mejor así

-Tú y yo podríamos enamorarnos.

Dijo esto mientras terminaba de vestirse frente al espejo del armario. Sin embargo, cuando vio que la imagen de la mujer -recostada y desnuda allá en el fondo del espejo- comenzaba a sonreír, con la misma tranquilidad con la que se anudaba la corbata, agregó:

-Pero para qué vamos a complicar las cosas.


12 de septiembre de 2008

No duermas tanto

No duermas tanto, me dice, que te puedes acostumbrar a morir. La miro extrañado, pues creo que la frasecita es un tanto densa para motivarte a salir de la cama. Sin embargo, le hago caso; me incorporo con dificultad y siento el frío del piso en mis pies, que se encogen como gusanos asustados. Ella me toma del mentón y me obliga a mirarla y me pregunta: “¿Me quieres…?”. Cuando recién me despierto, la voz me sale como de ultratumba, así que por no hablar y por no encontrar una mejor respuesta, sólo sonrío tontamente.

Camino los trece pasos que hay desde mi cama al baño. Sin mirarme al espejo, me lavo la cara con una inusitada energía, para ver si el agua fría, o la rabia, consigue despertarme. Alzo el rostro y miro detenidamente mi reflejo… las gotas resbalan indiferentes piel abajo. Sigo siendo el mismo de ayer, y de antes de ayer… Ella también observa mi imagen en el espejo, y me sonríe, no sé si por condescendencia o porque todavía espera una respuesta, que ni puta gana tengo de darle.

Me sigue al dormitorio, y me mira vestirme con la misma ropa de hace varios días, pero no dice nada. Es más, ella misma recoge del suelo los calcetines, los desovilla y me los alcanza. Cuando me siento en la cama para ponérmelos, una mano fría se desliza por mi espalda aún desnuda, y me hace estremecer. Vuelve a coger mi cabeza para que la mire y me dice: “¿Te gusta…?”. Esta vez ni siquiera sonrío tontamente, sólo termino de vestirme y voy a prepararme un café.

Mientras espero que la tetera hierva, pongo la radio, y -en tanto abro y cierro puertas buscando una taza, una cuchara, azúcar- el locutor da la hora: 4 de la mañana con 30 minutos.

Entonces caigo en la cuenta de que vivo solo, que desde hace más de una semana que no he salido de la casa, y que no he visto ni he hablado con nadie… ella, apoyada en el marco de la puerta de la cocina, se encoge de hombros.

-Vale- le digo - deja, al menos, que me tome el café…

6 de septiembre de 2008

(Sin título)
...
El brazo, con la lentitud de una grúa, vuelve por el encendedor. Creo que esta tarea será más difícil, pues ni siquiera sé si está en el velador. Ahora toco un libro. Éste sí lo recuerdo, lleva ahí, probablemente en la misma posición, más de un mes. “El libro del desasosiego”. Mis dedos se tropiezan con el cenicero –hondo, redondo y azul-. El artilugio debería estar por ahí, completando la trilogía del vicio: cigarrillos, cenicero, encendedor. Pero no. Seguro quedó en el bolsillo del pantalón. El brazo-grúa deja el velador y baja en busca del pantalón que debería yacer amontonado al costado de la cama, justo donde me lo saqué. El resto de la ropa está esparcida también por el piso, por esa mala costumbre mía de lanzarla a cualquier parte cuando me desvisto sin ganas. Ahora sí debo doblar un poco el tronco para alcanzar los pantalones, porque están más o menos en la mitad de la cama. Camino con los dedos por el piso frío y llego hasta la anhelada prenda. Hurgo en un bolsillo y, aleluya, lo he encontrado a la primera. Mi suerte, al parecer, empieza a cambiar. ¿Será acaso una señal de que sí debo levantarme? La llama aparece con el tercer chasquido. Fumo. Aspiro profundamente, y me concentro en la brasa que se aviva, por allá, en la lejana punta del cigarro. Las volutas de humo ascienden con la calma que las caracteriza y la habitación se hace difusa. La escena en la que me encuentro no parece estar ocurriendo…es como si fuera un recuerdo. Un mal recuerdo.

28 de agosto de 2008

Porque este es mi cuerpo
Fotografía, Francisco Valdés

Había llegado un poco vivo.

Cuando el aparato encargado de enviar señales de vida se hizo línea continua, tal como él lo había pedido -expresa y tajantemente- comenzó el despojo. Y así, en una desesperada carrera de relevos, los riñones arrancados pasaron de mano en mano hasta llegar a las cuencas enfermas de otros cuerpos. Lo mismo ocurrió con el resto de los órganos: hígado, páncreas, pulmones, córneas, huesos, válvulas insospechadas.

Todo lo donable había sido donado. Todo, menos -expresa y tajantemente- el corazón.

El corazón no, había dicho… el corazón, que se pudra.




A pesar del sol
(o el difícil arte de limpiar la casa)

Es jueves. Mediodía…
Me he levantado tarde. Muy tarde
El sol se pierde allá, afuera
sin tocarme
Aquí, adentro
el silencio gana todas las batallas

Debería hacer algo…

Limpiar, tal vez. Despejar la cocina...

bañar los platos
espantar el polvo

Ordenar la vida de este lado
la que no se escribe con palabras…

(la que se esconde tras los platos sucios
y el polvo acumulado).


15 de agosto de 2008

"Esto es un asalto"

Era poco antes de la medianoche. Lo recuerdo bien, porque a esa hora yo entregaba el turno. Él llevaba un rato en la esquina y se paseaba nervioso. Primero pensé que esperaba a alguien, pero como pasó mucho tiempo y ni siquiera miraba la hora, empecé a sospechar. Entonces fui yo la que me puse nerviosa, porque además debía hacer caja y, aunque siempre hay un guardia en el local, si te quieren asaltar, los delincuentes siempre se las arreglan.

Serían poco más de las once cuando llegué a la esquina donde está el minimarket. Hacía más frío que la cresta, así que pa’ calentar el cuerpo comencé a pasearme de un lado a otro. Y bueno, también pa’ calmar un poco los nervios, porque nunca había hecho una cosa así. La primera vez, ya se sabe, es la más difícil. “Pobreza obliga”, pensé para mis adentros, dándome ánimo, porque tampoco estaba tan convencido de querer hacerlo.

El tipo, de tanto en tanto, echaba una ojeada hacía adentro, y seguía con la mirada a los clientes que entraban y salían. No debe haber sido mayor que yo. De apariencia no se veía tan mal, vestía como un joven cualquiera, jeans y zapatillas, era flaco y no muy alto. Y tenía frío, porque no iba muy abrigado para ser invierno, sólo llevaba una chaqueta de mezclilla, una bufanda y una gorra con visera. Su cara, a esa distancia no la podía ver bien, pero era blanco, casi pálido. A lo mejor era por el frío. Yo me fijé bien en todo, mientras atendía a los clientes, por si más tarde me tocaba describírselo a los a los carabineros.

Y mientras me decidía, miraba a los clientes que entraban y salían, esperando el momento que no hubiera nadie. La vendedora parece que algo sospechó, porque me miraba intentando disimular. Era una mujer joven, como de mi edad. No era nada de fea, aunque a esa distancia no la distinguía muy bien. El uniforme, eso sí, no la favorecía: un delantal blanco y un gorro, también blanco, que le escondía el pelo. En un momento se cruzaron nuestras miradas y casi me arrepentí… caminé hasta perderme de vista, pero regresé a la esquina.

Por un momento se cruzaron nuestras miradas y yo me quedé helada, miré hacia otro lado y cuando volví a mirar, él había desaparecido. Justo en ese momento el local se quedó vacío y llamé al guardia, pero para mi mala suerte había ido al baño sin avisarme.

Le pregunté la hora a un hombre que pasaba. Faltaba un cuarto para las doce. Es ahora o nunca, pensé. Y, armándome de un valor que no tenía, me decidí a entrar.

Pero volvió a aparecer. Vi que le preguntaba la hora a alguien y comenzó a caminar hacia el minimarket. Llamé al guardia, aparentando tranquilidad, pero éste no apareció. Él ya estaba entrando…

Respiré hondo y a dos pasos de la entrada las puertas se abrieron mágicamente. Caminé hacia la vendedora aparentando seguridad, con una mano en el bolsillo de la chaqueta y la otra en la espalda, para sacar la pistola del pantalón. Ella me miró resignada…

Caminó hacia mí y no me pareció un asaltante, aunque supe que venía a eso. Su rostro pálido y un incierto temor en sus ojos me tranquilizaron. Puso un papel arrugado en el mesón, escrito con lápiz pasta: “Esto es un asalto tengo una pistola…”

Puse el papel sobre el mesón y mientras ella lo leía se iba poniendo pálida. Después me miró extrañada, pero, con calma, hizo lo que decía la nota.

Terminé de leer el papel y lo miré, no sé si desconcertada o con tristeza, y tranquilamente coloqué en una bolsa lo que me pedía: “un sandwish de cualquier cosa, una coca cola y cigarros”. De todo puse dos cosas. Le entregué la bolsa… y cuando ya se marchaba lo llamé…

Me entregó la bolsa y, cuando me daba la vuelta para irme, sentí que me decía: “Espera…”. Y me pasó un chocolate, la barra más grande de uno de esos con almendras…

“Esto va por mi cuenta”, le dije. Entonces, él me miró a los ojos unos segundos y por primera y única vez escuché su voz (su temblorosa voz). Después salió huyendo…

“Gracias”, le dije. Y creí ver en sus ojos ese brillito previo al llanto. Y salí huyendo.



1 de agosto de 2008

Parece que nos estamos muriendo

-Parece que nos estamos muriendo, hermanito- escuchó que le decía el hombre que estaba tendido a su lado.

Sintió que el sol desaparecía y abrió los ojos lentamente. Y era verdad, el sol les había dado una tregua, escondiéndose detrás de un cielo desteñido. Trató de recordar los días que habían pasado desde la partida… una semana tal vez. Sin embargo, el viaje había comenzado mucho antes, en el momento de su nacimiento, o antes incluso, porque su madre ya lo llevaba en el vientre cuando tuvo que huir de su país.

-Eso, desde que nos parieron, amigo- le respondió como para tranquilizarlo.

Pero era cierto, eso pensaba, que había quienes nacían para comenzar a vivir, y que otros, en cambio, como él y todos los que yacían a su lado, nacían y empezaban a morir.

El viento de lo alto alargaba y deformaba las nubes. En la aldea -aquella aldea que había aparecido de la nada, y que era poco más que eso- las nubes habían desaparecido hacía unos cuantos años. Por este motivo pensó que el cielo nublado que ahora lo cubría era un buen presagio, que a optimista no se la ganaba nadie. Había sido también ese optimismo, y las ganas de no seguir muriendo la razón que lo había impulsado a realizar el gran viaje.

-Te imaginas si lloviera- volvió a hablarle el hombre del costado.

La última vez que llovió en la aldea había sido una fiesta. El agua caía como maná, como arroz, como pan. Recordó a sus hermanos pequeños danzando junto a los otros niños. Pero, por sobre todo, recordó a su madre; el rostro de su madre mirando hacia el cielo, (como miraba él ese cielo ahora, aunque no quisiera) con los ojos entrecerrados, los brazos en cruz y el agua rebotando en las palmas de sus manos y resbalando por su cara y su vestido; su madre, estática, como una estatua agradecida…

Imaginaba, claro que imaginaba. Si lloviera…

Apenas fue consciente, y eso ocurrió muy temprano, supo que debía marcharse. Desde aquel momento vivió sólo para ese viaje. Fueron años de trabajo para comprar un incierto billete, para un futuro que el creía cierto. Y, cuando al fin llegó el día de partir, no lo dudó, poco tenía que perder, y comenzó la travesía en la que debía cruzar más de un desierto.

El viento arrastró las nubes lejos de ahí, y sobre la piel quemada de los hombres, el sol volvió a arder.

-Parece que no lo lograremos, hermanito- le dijo, con una voz apenas audible, su compañero.


La víspera de la partida, su madre lo había abrazado largamente. Ninguno de los dos lloró, que también la sequía había llegado a los ojos.

-Prometí a mi madre que lo iba a lograr, y que regresaría a la aldea después…

Intentó adivinar cuánto tiempo habría pasado desde la partida…dos semanas tal vez. Su compañero hablaba cada vez menos, y cuando lo hacía, más bien deliraba.

-Resista, hermanito, que parece que queda poco- le dijo él- ¿qué no oye cómo cantan los pájaros? Pero el hermanito no le respondía.

Otra noche caía sobre ellos. La embarcación comenzó a moverse más de lo habitual y un viento fresco, como una bendición, se coló por entre los cuerpos amontonados. Y así, algo más aliviado consiguió, después de muchas horas, dormir un poco. Y soñó. Y en su sueño volvía a llover en la aldea. Llovía como nunca había llovido. Y en su sueño vio a su madre como aquella vez, con los brazos abiertos, recibiendo la lluvia, el arroz, el pan. Porque era eso lo que llovía en su sueño, mucho pan, mucho arroz. Y los niños de la aldea, en su sueño, bailaban salpicando infinitos granos de arroz. Y su madre, en el sueño, le decía que regresara, que ahora no hacía falta que se marchara… ¿acaso no ves, hijito, como llueve arroz sobre nosotros? Y estrellas, madre, mire cuántas estrellas caen sobre mis ojos, madre.

Se despertó sobresaltado. Pensó que seguía soñando. Cientos de destellos luminosos no le dejaban ver con claridad lo que ocurría. Se incorporó con dificultad, apoyándose en su compañero y en la baranda de la embarcación, mientras una voz fuerte y extraña, que salía de un megáfono, lo conminaba no sabía a qué.

Fue entonces que lo vi. (Dios mío, si todavía era un niño). Mientras con una mano se cubría el rostro para protegerse de los flashes, con la otra se afirmaba del cayuco para no caerse. Luego, volvió a agacharse, y cuando comenzó a sacudir el cuerpo muerto de uno de sus compañeros, vi, dibujado en su rostro, todo el miedo que la humanidad es capaz de infundir. Entonces, bajé mi cámara, me metí al agua y caminé los pocos metros que me separaban del cayuco. Los flashes seguían disparando, inescrupulosamente, su carga noticiosa. Él, arrodillado al lado de su compañero, le hablaba como si estuviese vivo, en una lengua que ninguno de los que estábamos allí habría podido identificar, porque era la lengua de los pueblos olvidados de África. Alargué instintivamente mi mano y toqué su hombro. Él me miró, y ya no era miedo lo que había en sus ojos, sino desconcierto.

-Bienvenido a Europa, hermanito- le dije, sin poder parar de llorar.




27 de julio de 2008

Fado

Llovía…

Cogió la Rua Rodrigo da Fonseca y comenzó a caminar en dirección al río. Sin embargo, pronto se dejó llevar por el encanto de diversas y estrechas calles que la desviaron de la ruta trazada en su mapa turístico. A medida que se perdía en el corazón de barrios descascarados, iba descubriendo rincones con antiguos balcones de fierro, y ventanas con maceteros de geranios maltrechos pero alegres. Su curiosidad y su hábito de viajera consumada, la llevaron por infinitos recovecos, donde la ropa tendida bajo la lluvia lloraba, tal vez, las penas de dueños pobres. Frente a una de estas casas se detuvo un largo rato. Contemplaba, sin darse cuenta, pequeñas prendas de ropa, y, sin darse cuenta también, lloraba, como la ropa, por la herida. Estaba en eso cuando sintió, a lo lejos primero, una voz que la interpelaba en una lengua extraña. Luego reaccionó y vio a un joven, que desde debajo de un paraguas verde como el de ella, le preguntaba algo en portugués. Sí, dijo ella, sin entender nada, y secándose las lágrimas con el dorso de la mano, agregó… estoy perdida.

La lluvia siguió cantando fados todo el día.


18 de julio de 2008

Escalofrío

Hago fila para comprar el pan en el supermercado del barrio. Detrás de mí, dos mujeres conversan.

-Pobre hombre, no tenía casa, no tenía hijos…
-No tenía nada.

Por un helado segundo pensé que hablaban de mí.



8 de julio de 2008

Diez trenes más

¿En qué momento la vida se me fue de las manos? ¿Cuándo fue que no quise levantarme más? ¿Cómo fue que llegué a este estado tan parecido a una catástrofe?

Duermo en camas deshechas… ¿Alguien puede limpiar mi casa? ¿Alguien puede pasarle un trapito mojado a mi alma? Mi cuerpo vaga por el laberinto de los días… Mi corazón agoniza en el velador… Ay… Un ay mudo se esconde entre mis costillas. Ay… y se confunde con los pensamientos, con los latidos sin ganas de un corazón a punto de jubilar… Mi corazón dará migas de pan a las palomas en una plaza fantasma, allá muy dentro de mí…

Me lanzó todas esas tonteras como si fuese una oración desquiciada. Y yo lo escuchaba, sin saber qué decir, mientras agarraba fuertemente su brazo. Igual me habría gustado tener alguna palabra de consuelo… decirle lo típico, que todo va a estar bien. No sé, esas cosas que se les dice a los desesperados, pero que en esos momentos me parecen tan sin sentido. Así que callé y no encontré nada mejor que decirle que contara diez trenes más, y si seguía pensando lo mismo, que yo creía que hacía bien en tirarse…

Yo pienso que la gente triste, al punto de la enajenación, que vive solo para su tristeza, hace bien en matarse. Soy partidario de todas las muertes deseadas: de las autoinferidas, de las eutanasias, de los crímenes mutuos…

Lo llevé tras la línea amarilla, que en las estaciones del metro está pintada como un límite real entre la vida y la muerte, pero que es imaginaria en todos los otros territorios de la existencia. Él ya había traspasado todas las otras líneas amarillas de su vida. Esto lo supe a largo de las largas horas que siguieron al instante en que, por instinto, cogí su brazo…

Sentados, como dos amigos, en un andén que se vaciaba y llenaba de gente cada cinco minutos, me contó que vivía solo, que estaba solo, que comía solo, que bebía solo, que lloraba solo… que era solo… y más. Así, tal cual. Su desordenado discurso era lo más coherente en él, escuchar esa retahíla de palabras que salía de su boca como si fuesen sus babas, era lo único que tenía sentido en su vida. Sin embargo, yo lo comprendía.

Luego, sentado junto a él en las escaleras, supe, entre multitudes intermitentes, que llevaba años calcando los días, las horas, los minutos. Interpreté sus palabras como la rutina cotidiana, que no era muy distinta a la mía y a la de tantos otros. Pero claro, a él le importaba y a mí me daba lo mismo, o si me importaba no me daba cuenta. Mis sábados son todos iguales -me dijo- a mis domingos. Pero cresta, pensé, son suyos… yo nunca le había puesto el posesivo a los días de la semana… todos eran ajenos. No habló de sus lunes ni de sus martes ni del resto de sus días hábiles, y yo no quise preguntarle, pues supuse que serían peores, o más aún, que no existían. A lo mejor él sólo existía los fines de semana… un poco.

Apoyados en la baranda, mirábamos los trenes de su destino. Ya habían pasado mucho más de diez. Ascendíamos como si viniésemos del purgatorio… y pensé en el infierno del Dante, que lugar común y todo, me pareció macabramente real. Ahí continuó su historia. A veces, era una historia muda, porque el ruido de los trenes no me dejaba oír, y solo veía el movimiento de su boca. Pero que más daba que lo escuchara o no. Lo importante era que él hablara y que tuviera un interlocutor de carne y hueso. Escuché nombres propios, frases sueltas, y verbos conjugados en pasado. Su rostro no mostraba emociones, sus palabras tampoco. Era como un actor memorizando textos en un teatro vacío.

No era feo…

En el último círculo concéntrico de nuestro ascenso, en un café cercano a la estación, donde lo invité, me habló de amor, de “no amor” más bien. Me habló de bocas que no había besado. Y sí, él hablaba así… bien poco cotidiano, con comas mal puestas, y muchos puntos seguidos que parecían apartes. En un momento me preguntó a qué sabían los besos que no se daban. Pensé que era una pregunta al viento, o retórica que le dicen, pero me interpeló directamente, repitiéndola… Y yo pensé: “A nada…”. Fue lo más lógico y rápido que se me vino a la cabeza. Pero me escuché diciendo: “A ausencia”… Cresta, me dije, me estoy contagiando con este loco. Y él como que se conformó con mi respuesta, porque continuó su discurso por los mismos derroteros del desamor y los besos no dados. Quise preguntarle si acaso nunca había besado, pero preferí no darle cuerda. Me dijo que no dormía, y yo le creí, pues tenía unas ojeras azulosas que se marcaban más aún, por lo pálido de su piel… -Para no soñar- prosiguió, y eso, no sé por qué, me pareció lo más fuerte de todo aquello que le había oído. Intenté recordar algún sueño mío para contárselo, pero no hubo caso, tampoco me daba como para inventar uno, siempre he sido malo para imaginar.

Pedí otros dos cafés. Era extraño, pero se bebía su café con un vago entusiasmo, como saboreando un último deseo, y bien dulce. Eso también me pareció extraño. Yo siempre lo he tomado sin azúcar.

Se hacía cada vez más noche. Pronto cerrarían el café… le pregunté qué haría, y por primera vez su rostro mostró algo parecido a una sonrisa. Ahora pienso que tal vez haya sido una mueca de incertidumbre. Le dije que yo debía marcharme, lo que era cierto, pero la verdad no llegaría tarde a parte alguna, y tampoco nadie me esperaba en ninguna otra. Caminamos en silencio hasta la boca del metro. Él me había dicho que tomaría el último tren. Yo decidí no acompañarlo e irme en micro. Me dio la mano sin decir nada y mientras se perdía escaleras abajo, pensé: “Si ahora se mata, no armará tanto escándalo”. Y no lo pensé fríamente, por los trastornos que causan los suicidas en las rutinas de los demás pasajeros del metro, sino por él, para que su espectáculo no tuviera tantos espectadores. Él, ¿cómo se llamaría él? Nunca sabría su nombre ¿Importaba? Tampoco le había dicho el mío.

¿En qué momento la vida se me fue de las manos? ¿Cuándo fue que no quise levantarme más? ¿Cómo fue que llegué a este estado tan parecido a una catástrofe?

Pienso todo eso, y espero que un desconocido se me acerqué y me diga que todo va a estar bien… que me diga que cuente diez trenes más…






7 de julio de 2008

Verdades como hielo

Era de madrugada... una luz mezquina se colaba por la persiana, dibujando sombras geométricas en las paredes del dormitorio. No podía ver sus ojos... me tardé un silencio largo en responder, no era nada fácil.

-Sí- le dije.

Y ese ´"sí", que seguramente ella no quería oír, fue el principio del final.

30 de junio de 2008

Life vest under your seat...
Para Marta...

... El abandono deja cicatrices profundas. Hablo d'en Padú... y aunque yo lo quiero así, con todas sus heridas, deseo profundamente que se cure, porque él está del lado de la vida, y la vida debería devolverle la mano. Le he dicho en secreto, en su orejitas grandes, que ganaremos todas las batallas, pero a veces siento que me faltan las fuerzas para acompañarlo... pero sólo a veces.
Sigo levantándome cada día, le doy sus vitaminas, beso sus heridas... a veces también, lloro... pero sólo a veces. Pese a todo, sigue siendo bello. En ocasiones como ésta, pienso que sería bueno creer, así podría pedir a un buen dios que lo ayude. Entonces, en un descuido de mis orejas (que no son tan grandes como las de él) me las lame, como si me dijera: ganaremos todas las batallas...

Y nada. Salir de casa sigue siendo otra batalla dura... a pesar del sol.

Ayer compré chocolate, para desdibujar la ausencia, que el vacío, allá -al otro lado de la mesa- dibuja. Y lo escondo de nadie, para que parezca que no estoy solo.

Y miro la cordillera, cuando el humo la deja ver, y recuerdo entonces que no tengo a mano la cámara para cumplir promesas de nieve fría y blanca, que eso nunca ha dejado de serlo la nieve.

Pues eso, que la vida se enfría por los pies, y se entibia por los perros, que se empeñan en creer que vivir es bello. Y hoy, querida amiga, yo les creo.

... Ayer compré chocolate. Esta mañana he abierto el escondite secreto, he saboreado un pedacito, y justo en ese momento comenzó a sonar muy dentro de mí -no sé bien si en una aurícula o un ventrículo- aquel pegajoso estribillo:

Life vest under your seat, chalecos salvavidas bajo su asiento...

6 de abril de 2008

Ciudades sin nombre

Inevitablemente, después de la copa que comenzaba a nublarle la razón, la conversación tomaba el rumbo de la nostalgia. Todo lo que yo conocía de él lo descubrí en esas noches de charlas interminables, las que muchas veces se transformaban en el delirante monólogo de un clown que había extraviado la risa. A mí me gustaba escucharlo. Esa noche supe por qué su discurso me cautivaba, a la luz de sus palabras revisaba mi vida, que por lo demás, era bien poco interesante, pero yo aún no me daba cuenta.

Aquella vez habló de amor, de desamor, más bien, que es de lo que uno se muere. Eso dijo: No es de amor de lo que mueren los amantes, sino de desamor. Y yo pensé, recordando mis escasos y desastrosos aprontes por esos territorios pedregosos, que de alguna manera, él estaba en lo cierto. Al menos en sentido figurado, la máxima de mi amigo se cumplía, pues los amantes desdichados sienten que morirán de amor, o desamor. Y pensé, con vergüenza, en mi pobre historia de amor.

Su vida había transcurrido en ciudades sin nombre, y la historia que me contó aquella noche no era la excepción. Si bien no entró en detalles (nunca lo hacía), las conclusiones de su relato me dejaron un sabor amargo… Elijo al azar un destino en el mapa, una de aquellas miles de ciudades que no sabemos que existen. Los altavoces anuncian un nuevo embarque, que tampoco es el mío. La sala se agita. Todos quieren partir, yo más que ninguno. Sin embargo, debo esperar para abandonar la única ciudad en la que, quizás, pude ser feliz. Así me lo contó, en presente, como reviviendo el instante en que perdió la única partida que le importaba ganar.
Y así, sin más ni más, su historia de amor se dispersaba en divagaciones y reflexiones que abarcaban lo humano y lo inhumano (nunca habló de lo divino). La mayoría de las personas, me dijo, tiene una vida de mierda, pero la mayoría de esa mayoría no se da cuenta. Y de pronto, rompiendo el hilo de su discurso de clown borracho y triste, me preguntó si tenía yo una historia de amor para contar. No supe que contestar. Pensé en mi pobre historia de amor, que por más que la adornase, no era digna de ser contada… Entonces sentí, en el recoveco intercostal izquierdo, una leve pero aguda punzada. Él, como si adivinara lo que me comenzaba a pasar, retomó su monólogo con frases que en nada ayudaban a mi nuevo estado. No amar es indecente, dijo, tanto como no ser amado. Yo me salvé de esa indecencia, continuó, pero ahora no sé qué hacer con el sentimiento que me sobra. No me resigno a no amarla, me dijo, el amor una vez, no basta…

Y continuó hablando, pero yo ya no lo escuchaba. Ahora él era un clown triste, borracho y mudo, que gesticulaba en el vacío. Entonces volví a sentir la punzada, ahora fuerte y filosa. Y lo odié. Estaba pariendo un dolor, mi primer dolor, el de comprobar en mí la última máxima de aquel clown borracho, triste, mudo y clarividente: mi vida era una vida de mierda… y la ciudad que me habitaba no tenía nombre.

Llené resignado mi última copa de vino negro y brindé por la “señalada” minoría de la que pasaba a formar parte, y bebí, con la vaga esperanza de que a la mañana siguiente no recordaría que me había dado cuenta… Me despedí de él con un sincero apretón de mano (el odio en mí dura poco y se me pasa con el vino), y me fui con la certidumbre de que nunca más volvería a verlo.

Esa noche soñé que alguien ponía una bomba en mi costado izquierdo… por dentro de las costillas.


25 de marzo de 2008

Malas noticias de Dios

Existe!


5 de febrero de 2008

A los que huyen

Pensábamos, con la ingenuidad de los siete años, que si cogíamos un bote y remábamos hasta la línea donde el sol incendiaba las nubes, llegaríamos al Japón... No podíamos imaginar, mi primo y yo, cuán lejos estábamos de poder huir del pueblo y de aquella vida, que ya sospechábamos era una vida de mierda.

Sin embargo, no sé si un buen o mal día, decidimos partir, con tiempos y direcciones diferentes. Ocurrió por la época en que nos dimos cuenta de que vivir así no tenía mucho sentido… cuando descubrimos el desasosiego. Huimos, cada cual más lejos. Mi primo comenzó un largo periplo por distintas ciudades y, apenas la legalidad de los dieciocho años se lo permitió, se fue al extranjero, aprovechando que un país, grande como un continente, abrió amistosamente sus fronteras a los inmigrantes.

Nunca más volvería a verlo. De tanto en tanto, me enviaba una postal al pueblo, del cual yo todavía no escapaba, insistiendo en que lo acompañara a vivir a aquel país, y para convercerme me contaba que desde allí Japón estaba a un paso: “Aquí se puede vivir…” me escribía. Yo era el único lazo que él tenía con una infancia que deseaba olvidar.

Mi desasosiego no cabía en ninguna maleta. Por eso nunca acepté su invitación. A pesar de ello, el viaje era mi única certeza…

De niños, alguien nos había contado que cuando en este lado del mundo anochecía, en las antípodas comenzaba a amanecer. Entonces, en el momento en que el sol incendiaba las nubes, emprendí mi viaje a Japón, cruzando el mar… sin bote y sin remos.

16 de enero de 2008

Blas

-Si quieres, puedes pasar lo que queda de noche en mi casa.

El extraño lo miró en silencio y lo siguió unos pasos más atrás, caminando torpemente con el cuerpo aterido de frío.

En noches heladas como aquélla, regresar a una casa vacía le parecía absurdo, por eso se había quedado, asesinando el tiempo, en el bar de costumbre. En una de ésas, si había suerte, podría capturar alguna mirada clandestina, a través de un cristal turbio de vino tinto. Pero eso, rara vez ocurría, así que cuando las copas se vaciaron, las luces se extinguieron y las voces se habían desvanecido, el barman lo acompañó, siempre cordialmente, hasta la puerta, la que balanceó, lastimera, su óxido triste en su espalda de último cliente.

Para demorar el regreso, se bajó del taxi algunas cuadras antes, y caminó bordeando el parque próximo a su casa, sin preocuparse del peligro que acechaba detrás de cada árbol ni de las sórdidas soledades que tentaban en cada sombra. Sólo el frío le importaba… un poco. Aunque no se veía ningún auto, en la esquina esperó la luz verde para cruzar. Fue ahí donde vio, al otro lado de la calle, una silueta resignada que intentaba, sin éxito, resguardarse del invierno bajo un poste sin luz. Cuando llegó a su lado, y olvidando todos los consejos de precaución de su mejor amiga, lo invitó a pasar la noche con él.

-Pasa, estás en tu casa- le dijo sonriendo, para que su invitado entrara en confianza.

El extraño no se atrevió a moverse del lado de la puerta. Sólo observaba con timidez el lugar y los movimientos de su anfitrión.

-Debes tener hambre, ¿te gusta el pollo?- le preguntó, sacando un plato del refrigerador- Está bueno. ¿O prefieres un ron para calentar el cuerpo?

Y rió con ganas, al ver la cara de no entender nada de su huésped, el cual, siempre con timidez pero sin dudar, optó por el pollo y comió con entusiasmo. Él, mientras tanto, lo miraba, y cuando terminó de comer, se acercó a su invitado y le acarició la cabeza, revolviéndole el pelo con ternura.

-Puedes dormir en el sillón- le dijo. –Mañana ya veremos…

Sólo entonces, el extraño tuvo un primer gesto de acercamiento: lamió, agradecido, la mano que lo acariciaba y movió su desordenada cola con confianza.

-Buenas noches… Blas- le dijo bajito, mientras el perro se acomodaba en el sillón.